Columna de Óscar Contardo: Un lugar en el mundo
Antes de morir, Pedro Lemebel decidió despedirse con el cuerpo. Hizo tres performances registradas por el fotógrafo Pedro Marinello. La primera en las escalinatas del frontis del Museo de Arte Contemporáneo, la segunda en el Cementerio General y la última en una pasarela sobre la autopista central. Hubo una cuarta, sin embargo, que quedó solo esbozada en un dibujo del artista: su rostro reflejado en un espejo con una bandera chilena de fondo. La estrella, el blanco, el azul, el rojo y la mirada dura de un hombre -una loca- cuya vida, en lo dulce y en lo amargo, estuvo marcada a fuego por la historia del país en el que le tocó nacer: el incierto origen de su madre huacha, la migración del campo a la ciudad de un padre huérfano, la infancia en los arrabales de Santiago junto a un zanjón infesto, la adolescencia a las viviendas sociales levantadas por un gremio de trabajadores gracias a la legislación del momento. Lemebel estudiaba primer año de diseño teatral cuando sobrevino el Golpe. No volvió a la carrera. La universidad fue intervenida por el régimen que comenzó a desmantelar instituciones y levantar un andamiaje nuevo a la medida: la dictadura cerró facultades universitarias, terminó con las escuelas normales, inició purgas políticas despidiendo, exiliado o haciendo desaparecer profesores y funcionarios y se apropió, vía decreto, de símbolos populares como la cueca y el copihue. En 1974 la junta trasladó el día de la bandera, que se celebraba en octubre, al 9 julio atribuyéndole un significado puramente militar. Diez años más tarde, la madrugada del día de la bandera creado por el régimen, el cuerpo de la escultora Mónica Briones fue encontrado sin vida en calle Merced. Briones era lesbiana y parte de la escena contracultural a la dictadura, la misma en la que participaba Lemebel, y que confluía en los bares de la Alameda cercanos a Plaza Italia. La mataron a golpes. “Y cuando llegó la policía, nadie había visto nada, nadie se atrevía a dar información sobre esos monstruos, seguramente CNI, que se desplazaban libremente en el Santiago de las botas”, escribiría Pedro Lemebel en una de sus crónicas, echando mano de la declaración posterior de un testigo que aseguraba haber visto a un hombre de botas patear a la escultura en el suelo. Como suele pasar en estos casos, nunca se hizo justicia.
Fue después del asesinato de la artista que un puñado de sus amigas creó Ayuquelén, la primera organización de mujeres lesbianas de Chile. Ellas mantuvieron a salvo del olvido la memoria del crimen impune de su amiga durante la dictadura. Las organizaciones de la diversidad sexual actuales serían las que, elaborando un proyecto de ley, plantearon la posibilidad de que el 9 de julio fuera establecido como el día de la visibilidad lésbica. El gobierno le dio urgencia al proyecto, pero hay cosas que no cambian: los nostálgicos del régimen lo consideraron como una afrenta a la bandera y la izquierda reaccionaria como una causa “identitaria y particularista” que le hace daño al progresismo que, según algunos, debería abrazar metas más “universales”. Es decir, la memoria de una artista asesinada a golpes por su orientación sexual es para esas personas de izquierda, una causa levantada por unos pocos irrelevantes que le hacen daño a su sector político. Prefieren adherir a un decreto de la dictadura antes que apoyar uno en democracia que les incomode sus prejuicios. El gobierno tuvo que retirarle la urgencia al proyecto.
El hilo se sigue cortando por donde siempre, aunque ahora con un elemento nuevo: la voz cada vez más nítida y envalentonada de aquellos que lamentan que la izquierda local hubiera abrazado causas que ellos consideran un estorbo, demandas que suelen llamar “de nicho”, como si fueran productos de un supermercado, y la política, un cliente que escoge cuál producto llevar para lograr un objetivo. No fue ni por el feminismo, ni por los pueblos originarios, ni por las organizaciones LGBTQ que los partidos tradicionales de izquierda perdieron adhesión. No se debe a ninguna de esas causas “particulares”, que la confianza en esos partidos se haya despeñado durante la transición, perdiendo no solo militancia, sino representación en los sectores populares. La historia es otra, muy distinta y la explicación está entre la Tercera Vía y las boletas ideológicamente falsas. En los hechos desde el retorno a la democracia hasta hace muy poco, ni la izquierda ni el progresismo apoyaron demandas de esos sectores que algunos consideran “particularistas”. Durante la primera década en democracia eran asuntos apenas existentes para los partidos gobernantes y palabras como “feminismo” o “lesbiana”, eran usadas como un baldón o como insulto, incluso en círculos de izquierda. La tradición fóbica imperaba sin pudor hasta hace una década y todo indica que aun es cultivada, sobre todo por varones que entienden el mundo como una suerte de alacena con vidriera superior y compartimentos estancos inferiores en donde ellos ocupan la vitrina de los trofeos, y aquellos que no son como ellos -las mujeres, los indígenas, los homosexuales, las lesbianas- los cajones que solo se abren a veces, para sacar lo útil, y luego se cierran, para mantener lo “identitario” a resguardo de la vista general. En su discurso contraponen todo lo que no es como ellos con una idea torcida de “lo universal”, un concepto que no se molestan en determinar con exactitud, pero que parecen conocer al detalle por experiencia propia. Eso es lo importante: mantener como antagonistas al pueblo (o lo que ellos imaginan que es el pueblo) de los raros. Advierten que hay que tomar distancia de las distracciones -las causas “de nicho”- a las que consideran un peso muerto que debe ser arrojado por la borda para que la nave de sus ideales zarpe a buen destino rumbo a salvar a la gente “normal”. Lo más escalofriante del caso, es que para desplegar un razonamiento en contra de lo que consideran “identitario” usan como excusa el simbolismo de la bandera, un elemento que es por definición… identitario. Un absurdo, o peor que eso, una manera de decirnos que hay quienes no son dignos de considerar la bandera como propia porque la manchan con su sola existencia. Esas personas no pertenecen al ámbito de lo “universal”, del que forman parte de modo preferente los militares y los dirigentes políticos. De un lado ellos, del otro Augusto d’Halmar, Gabriela Mistral, Juan Domingo Dávila o Laura Rodig. De un lado el pueblo viril, del otro la travesti que organiza rifas para pagarle los medicamentos a la vecina anciana.
El argumento principal para oponerse a que el día de la visibilidad lésbica sea el mismo que el de la bandera es cautelar que el símbolo permanezca inmaculado. Pero el día de la bandera originalmente era otro, el 18 de octubre. Para muchos, incluyendo distinguidos personeros de izquierda, que la fecha actual fuera fijada por un régimen que provocó la muerte y el sufrimiento de miles de compatriotas no mancha nuestra bandera, lo que realmente la amenaza es que se intente transgredir los límites de “lo universal”. Para ellos la memoria de una escultora lesbiana asesinada en dictadura no es más que una causa de nicho en un territorio periférico situado en un nocturno de Chile perpetuo, invernal, un lugar despojado de respeto, el sitio de un crimen impune en donde no se izan banderas.
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