Columna de Oscar Contardo: Un nuevo estilo de baile

FILE PHOTO: Musician Marsalis applauds as author Didion stands to receive honorary Doctor of Letters degree at Harvard University's 358th Commencement in Cambridge
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La escritora Joan Didion solía decir que cuando ella era una joven estudiante en Berkeley, California, durante la segunda mitad de la década de los 50, ni ella ni sus compañeros de universidad pensaban que las cosas podían ser distintas de lo que ya eran, tampoco que era necesario enfrentarse a las generaciones anteriores con un afán de rendir cuentas o remecer sus convicciones. No lo decía con pesadumbre, tampoco como un lamento de nostalgia ñoña; sencillamente constataba el espíritu de la época en la que le había tocado crecer y educarse. La reflexión la hacía durante la década siguiente, los años 60, cuando todo eso que se daba por hecho comenzaba a ser puesto en duda. A esas alturas ella era una periodista adulta, escribía para distintas revistas registrando los aleteos de la realidad en relatos que daban cuenta de nuevas historias de vida. Lo que siempre había tenido un orden de causa y consecuencia, de acción y reacción, ahora podía no tenerlo más. Ocurrían cosas sin explicación, como por ejemplo, que una madre abandonara a su hija pequeña a su suerte en medio de una carretera en el desierto; o que un grupo de jóvenes de familia acomodada decidiera seguir a un gurú hasta el punto de atentar contra sus propias vidas. Ocurría también que la gente marchaba por los derechos propios y ajenos, como antes no había sucedido.

Didion, quien acaba de morir el jueves, percibió el zumbido de lo nuevo y se acercó a la fuente de ese ruido ambiental: examinó y contó lo que escuchó y vio con una escritura directa, sólida y fina, con la que reconstruía ambientes inquietantes, relaciones ambiguas y personalidades más o menos atormentadas con solo describir su mirada y contrastarla con su fraseo, con el peinado que llevaban o las aspiraciones que declaraban tener. En su libro Álbum blanco aparece todo eso, como un retrato de época, una representación fragmentaria, cubista, descompuesta en situaciones aparentemente disímiles, pero con la rienda firmemente tensada en el registro de los cambios de una nueva era que desafiaba las antiguas lógicas, como lo hacen ciertas obras de arte o los nuevos estilos de baile.

Nuestra realidad actual es la de un cambio apabullante que nos trasciende y para el que no tenemos una solución de continuidad desde la perspectiva en la que estamos situados. El cambio es tecnológico, pero no es solo tecnológico; es generacional, pero no es solo generacional; es global, sin embargo, teñido de historias y formas de vida locales. No hay una explicación clara, por ejemplo, para que miles de personas de todo el mundo, educadas en un sistema fundado en la ciencia, decidan dudar de ella y rechazar las vacunas que pueden salvarles la vida. De un lado los terraplanistas, del otro las imágenes de asombrosa nitidez del planeta Marte enviadas por un robot explorador; por una parte, el avance en las tecnologías de la comunicación, en su revés, la marea de desinformación emanada de proyectos políticos autoritarios que apelan a las emociones más básicas para exaltar la rabia y llegar al poder.

Durante los últimos dos años nuestro país ha entrado en el claroscuro de un gran cambio que nos ha sacudido en tantas dimensiones que no estamos capacitados para dar cuenta de todas sus aristas ni de la profundidad de las fuentes de la que emanan sus elementos. Hemos confrontado al mismo tiempo nuestro pasado y nuestras perspectivas de futuro; lo que hemos sido y lo que aspiramos a ser; hemos fantaseado con sueños aparentemente colectivos para luego constatar hasta qué punto estamos anclados en nuestra individualidad; la pandemia nos ha hecho ser testigos de la enfermedad y la muerte como si se tratara de las cifras del pronóstico del tiempo que se ve al final del noticiero, y hemos contemplado la degradación espantosa del límite que separa la verdad de la mentira gracias a una campaña política inescrupulosa avalada por quienes en algún momento se presentaron como demócratas ejemplares. Hemos asistido a tantos fracasos institucionales que acabamos viendo en ellos nuestro propio reflejo.

El acto de caminar en medio de la incerteza, incluso nos priva de disfrutar de los pequeños éxitos. El domingo pasado, por ejemplo, cuando en Santiago el transporte público escaseaba y las paradas de buses de la periferia se colmaban de personas esperando a pleno sol para ir a votar, la indignación por la ineptitud de las autoridades pesaba más que el optimismo que podía desprenderse de las imágenes de los noticieros: centenares de chilenos y chilenas, los que no tienen auto propio, soportando el calor durante horas porque confiaban en el valor de su voto, en el valor de la democracia.

Vivimos tiempos ajenos, tiempos interesantes. Una época que necesita ser retratada como lo hacía Didion, sin un plan premeditado, sólo atendiendo a los síntomas, escrutando sus luces y sus sombras, escuchando sus alaridos, sus quejidos y susurros, mirando de frente las pequeñeces que la conforman para buscar en ellas los signos vitales de lo que aún no termina de aparecer del todo; mirar hacia afuera detenidamente para que en algún momento podamos volver hacia adentro, indagar introspectivamente, y por fin comprender un poco lo que realmente ha sucedido.