Columna de Óscar Contardo: Un nuevo modelo de desarrollo
Nuestra condición de país periférico, alejado de los grandes centros de poder, nos impone una tensión perpetua entre dos extremos: de un lado, la necesidad de reafirmación de una identidad propia que nos distinga dentro de la región, y del otro, la búsqueda de un modelo de prosperidad extranjero al cual imitar. El anhelo de ser identificados desde las grandes metrópolis del mundo desarrollado como diferentes del resto de los países del continente se verifica de diversas formas que siempre apuntan a una idea de excepcionalidad que nos haría distintos. Nos complace percibirnos como menos corruptos, más ordenados o como un país de instituciones fuertes y vocación democrática ejemplar. Bajo esas coordenadas culturales se explican, por ejemplo, decisiones como el envío de un iceberg a la exposición universal de Sevilla en 1992, que simbolizaba nuestro supuesto carácter frío y racional en contraposición al cliché tropical y fiestero latinoamericano. Necesitamos que nos digan que somos otra cosa, que habitamos un vecindario ajeno, o como algunos economistas solían decir hasta antes del estallido, que nuestro país “jugaba en las grandes ligas”.
Asimismo, una identidad nacional que pende de un pasado colonial demasiado reciente, nuestro carácter isleño y nuestra pobreza relativa han facilitado que las olas de hegemonías políticas de las potencias del momento nos inunden sin contrapeso: hemos abrazado e imitado el esplendor francés, el británico y el estadounidense. Nuestro Ejército se enorgullece de su impronta prusiana y la Armada, de la inglesa. Algunos políticos conservadores han visto en Churchill una inspiración y otros, una fuente de vida en el nacionalismo ultracatólico franquista. El progresismo ha buscado un reflejo propio en la transición política española o en la tercera vía de Blair. En cada uno de esos casos, los modelos a imitar eran más que una mera receta, existía una idea de progreso sustentada en una forma de vida que nos parecía admirable, un desarrollo político mecido por cuadros intelectuales que podían ser citados como fuentes, un espesor cultural reflejado en corrientes artísticas, una literatura que diera cuenta de una manera de mirar el mundo. En el último tiempo, sin embargo, esa perspectiva ha cambiado, el modelo del que se habla es otro, se agota en una dimensión prosaica de la política y en un liderazgo efectista, vulgar y frívolo.
Conozco muy poco de El Salvador. Solo sé algo de su historia reciente gracias a la lectura de las crónicas que la escritora Alma Guillermoprieto escribió para el Washington Post a principio de los 80, y que fueron la hebra para descubrir la llamada masacre de El Mozote, una matanza perpetrada en 1981 por el Ejército salvadoreño contra campesinos indígenas: en cuatro días fueron ejecutadas casi mil personas. En su primer despacho como corresponsal, Guillermoprieto describió el paisaje que rodeaba a la carretera que unía el aeropuerto con la ciudad como una extensión de basurales sobrevolados por buitres. La periodista anotaba que si se ponía atención, entre los desechos era posible encontrar cadáveres humanos que nadie se molestaba en retirar. Fue durante esos años cuando se inició una diáspora de salvadoreños a Estados Unidos, que escapando de la pobreza y la violencia se radicaron en las grandes ciudades norteamericanas. Allí encontraron una nueva marginalidad; los más jóvenes -racializados y segregados- formaron las pandillas que a la larga serían conocidas como maras. Esta organización criminal creció y se expandió por Estados Unidos y Centroamérica. Cuatro décadas más tarde, muchas cosas han cambiado, otras no tanto.
Cuando Nayib Bukele asumió la presidencia de El Salvador en 2019 lo hizo prometiendo combatir la criminalidad de las pandillas que amenazaban la vida cotidiana de pueblos y ciudades. El país tenía en ese momento una tasa de 37 homicidios por 100 mil habitantes (en Chile ese año era de 3,9). En cuatro años Bukele logró reducir la cifra a dos homicidios por cada 100 mil habitantes (en Chile aumentó a 4,6 el 2022). La popularidad del mandatario creció dentro y fuera de su país: ofrecía y brindaba seguridad en una región azotada por la delincuencia y el narcotráfico. En adelante el joven presidente se encargaría de vocear los logros de su gestión, sin detenerse en el costo que han tenido: Bukele mantiene al país en un permanente estado de excepción, intervino las instituciones democráticas, sometió al Poder Judicial y persigue a la prensa independiente. Nayib Bukele gobierna sin contrapesos, con procedimientos opacos y bajo sospecha de negociar con las pandillas que persigue. Actualmente, El Salvador tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, con 605 presos por cada 100 mil habitantes (en Chile la cifra es de 245). Dicho de otra manera, dos de cada cien salvadoreños está en prisión. Sin embargo, sus niveles de apoyo no merman gracias a la seguridad que ofrece. Bukele sabe publicitarse, difundiendo la construcción de una cárcel como si se tratara de un hallazgo científico de envergadura, y registrando el traslado de los internos con una épica digna de mejores causas. De hecho, la imagen de los reos engrillados y de rodillas, esperando la orden de avanzar de los gendarmes, como en la coreografía de la película Metrópolis, se ha transformado en el sello internacional de su gobierno. Para algunos la secuencia de prisioneros uniformados es la ilustración de un gobierno eficiente y exitoso, para otros, el preámbulo de un mundo siniestro que se anuncia como una forma de progreso.
Según el Índice de Desarrollo Humano, entre 187 países y territorios, El Salvador ocupa el lugar 124. Chile está en la posición número 40. Según el Banco Mundial, la cifra de pobreza de El Salvador llega al 26 por ciento de los hogares, en Chile, al 10 por ciento. Sin embargo, en el debate público actual, ninguno de estos datos importa. Para un gran número de dirigentes políticos locales existe un nuevo modelo para imitar, un nuevo proyecto digno de admiración, esta vez más cercano y más sencillo de poner en marcha que los que se usaban de ejemplo en el pasado. No es necesario hablar de productividad económica, ni de educación, ni de condiciones de empleo, ni de salud. La receta del Presidente Bukele, que está sirviendo de inspiración a varios liderazgos de ocasión, solo exige cantidades enormes de pobreza, toneladas de miedo aliñado con rabia, una democracia débil, tribunales maniatados y una fe sublime en las propiedades modernizadoras de los grilletes, los barrotes y las balas.
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