Columna de Óscar Contardo: Un nuevo retrato social
Me gustan las novelas que son como retratos sociales, como artefactos de los que se desprenden pistas de una forma de vida, lo mismo que un yacimiento arqueológico o las pinturas rupestres en una cueva. Cuando leí La chica del Crillón, de Joaquín Edwards Bello, por ejemplo, esta frase me deslumbró: “Nos conocemos desde pequeños, hasta saber cuántos lunares tenemos, y aún queremos conocernos más, hasta hastiarnos mutuamente y destruirnos”. La reflexión aludía a los chilenos y chilenas, o más bien a quienes conformaban el estrecho mundo en el que vivía una muchacha santiaguina de una familia venida a menos, que se paseaba por el único salón de aires cosmopolitas de la capital.
En esa frase delicada y violenta estaba la explicación de la trama: los grupos familiares, sociales y políticos que la componían, y del país en el que ocurría el relato. Clanes, estamentos y clases moviéndose a distancia variable, escrutándose durante siglos en sus contadas grandezas y muchas miserias, disputándose el poder sobre un territorio en raras ocasiones generoso y la mayor parte del tiempo implacable. Es posible que esta combinación de elementos sea la explicación para que nuestro repertorio de temores grupales siempre sea mayor a nuestro repertorio de gozos colectivos. El terror a los terremotos, a los aluviones, a los maremotos y las sequías; el miedo a que la quila florezca o a que algún volcán despierte; pero, sobre todo, el terror a los que están tan cercanos y al mismo tiempo tan distantes. Un pavor que obligaba a detenerse en el prójimo para sondearlo. El pije conocía la mentalidad del roto; el roto, la debilidad del aristócrata; el mediopelo imitaba las costumbres del burgués, y el campesino soportaba los vicios del patrón. Cada quien podía adivinar las adhesiones políticas del otro y predecir sus aspiraciones futuras; existía un folclor sobre ello. Las fracturas y trizaduras se salvaban con un discurso de comunión nacional zurcido por mitos y epifanías oficiales que se repetían de norte a sur durante el acto escolar del día lunes. Durante el último siglo las relaciones se fueron tiñendo en mayor o menor grado por una pátina de modernidad democrática que se desconchaba al mínimo roce, con movimientos de intensidad variable, moderados por un espíritu autoritario que nos resulta tan familiar, y que alcanzó su éxtasis con la dictadura.
Sospecho que desde hace una década nos estamos perdiendo de vista, que ya no conocemos tan bien nuestros lunares, que la mitad de la población que ha decidido no acudir a las urnas ya no está interesada en ningún discurso común, y que la aparición en la Convención Constitucional de las diversidades renegadas desde siempre, no es suficiente como para recomponer esa distancia.
En un pasaje de Enrique Alekán, de Alberto Fuguet, el protagonista, una especie de yuppie santiaguino frívolo, impermeable al sentido de comunidad y envalentonado por el éxito económico, se pregunta a sí mismo “¿Soy un símbolo de lo que viene?”. La escena ocurre justo antes del retorno a la democracia. Treinta años después, un ingeniero comercial, moroso de la pensión alimenticia de sus hijos, se postuló a la presidencia, hizo campaña desde el extranjero y logró la tercera mayoría gracias a un partido con un discurso antipolítico reconcentrado en hacer dinero como objetivo principal para lograr el bienestar individual. En el sur otro tanto ocurrió con la población evangélica ultraconservadora que domina el voto rural.
El estallido fue un aviso de algo mayor que cada quien proyectó a su conveniencia. Hubo un movimiento de placas, en donde solo un segmento social, el de mayor prosperidad que habita en la cúspide de ingresos, mantuvo su identidad y su lugar indemne, capturando rápidamente para sí el discurso del orden y la seguridad como atributos propios e intransferibles. Hacia abajo los referentes cambiaron, casi todos los viejos partidos que decían representar a los sectores medios se encogieron, y quedó un vacío en donde se instaló la efímera Lista del Pueblo y el Partido de la Gente, dos proyectos que se han disputado la representación de aquellos que se consideran, además de comunes y corrientes, defraudados por un sistema que los ninguneó.
Todo aquello que dábamos por sentado, que creíamos conocer como se hace con una casa que de tanto habitarla se puede recorrer a ojos cerrados, está mutando. O más bien casi todo, porque, como bien sabemos, siempre hay un último recurso: invocar al espíritu del autoritarismo que traspasa las generaciones, un espectro que a la vez puede ser gendarme y verdugo de las propuestas que se asomen al futuro. Ya no nos conocemos tan bien como solíamos hasta hace medio siglo, el país parece un archipiélago de grupos que viven a su aire; necesitamos algo más que demandas que nos agrupen, algo más que la suma de banderas en una marcha callejera, una idea que sea un punto de encuentro incluso para quienes hace lustros no votan. Necesitamos volver a reconocernos antes que el populismo patriotero reduzca la convivencia a un puñado de arbitrariedades vacías, o antes que, parafraseando a Edwards Bello, comencemos a hastiarnos de estar juntos sin más emoción en común que la frustración y el desencanto.
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