Columna de Óscar Contardo: Un país de parientes y amigos


DIEGO VELA
DIEGO VELA FOTO: MARIO TELLEZ / LA TERCERA

Que alguien común y corriente alcance puestos en donde se toman las grandes decisiones depende menos de la calidad de un trabajo bien hecho que de aspectos como el origen de clase, las relaciones sociales que se mantengan o el servilismo demostrado sin disimulo y cobrando el mejor precio del mercado.



Hace semanas, una pequeña nota en el Diario Financiero se transformó en una cantera de comentarios por lo que su contenido detallaba. La publicación era sobre el caso de un abogado, egresado de Derecho de una universidad sin mayor renombre, que había perdido un recurso legal en contra de una institución de educación superior de gran prestigio en la que había cursado un programa menor de especialización. La matrícula para cursar ese programa, un diplomado, incluía la asignación de una dirección de correo con un sufijo de dominio con la sigla de la prestigiosa casa de estudios. A partir de esa cuenta podía llegar a inferirse que quien la usaba contaba con algún grado académico de esa universidad, aunque la realidad fuera otra.

En algún momento la institución reemplazó ese sufijo de dominio por otro que aclaraba la relación exacta que la universidad tenía con quien usaba la casilla: era la asignada a usuarios de un curso de educación continua, diferente de la destinada a egresados y académicos de la universidad. El abogado que presentó un recurso legal argumentaba que el cambio lo había perjudicado con sus clientes. Una primera lectura de la historia nos lleva a una conclusión fácil: un caso más de búsqueda de estatus por una vía frívola y tramposa que conduce a decisiones ridículas. El diagnóstico que se hace con un arribista, un siútico, alguien que está ahí para que nos riamos de él. Una segunda lectura, sin embargo, puede conducir a preguntas no tan burlonas: ¿Qué fue lo que llevó al abogado a pensar que una sigla en una cuenta de correos lo ayudaba? ¿Cuáles eran las señales ambientales que evaluó?

La proliferación de parentesco y amistades intensas entre las personas involucradas en el caso Audio es uno de los aspectos más llamativos de la trama. Una trenza de hermanos, padres, hijos, compañeros de colegio caro y de facultad de élite, que abren y cierran puertas de acceso y gestionan el destino de inmensos flujos de dinero captados de manera tramposa a otros tantos padres, hermanos y conocidos, como si se tratara de una tarea doméstica inmune al orden legal público. Otro rasgo de los involucrados en este caso es el prestigio social, el estatus, del que gozaban hasta antes de que la difusión de los audios comenzara: la mayoría de ellos había estado en portadas de revistas o había sido presentado a la prensa como ejemplos a seguir.

El caso Audio es una especie de ejemplo de laboratorio inyectado con un líquido de alto contraste que permite ver el modo en el que los círculos de poder se mueven en un país: órbitas concéntricas de cuerpos celestes y opacos en torno a ciertos astros que proveen de la luz que brinda el dinero y la pertenencia social e institucional. Los talentos propios -el de Hermosilla, el de Vivanco- solo sirven si resultan útiles para alimentar la fuerza gravitacional del astro central y conservar las órbitas tradicionales. En ese sentido, el mérito de cada uno es secundario y los escrúpulos morales, un estorbo. Alterar ese orden resulta inconveniente. El mensaje que se desprende de este caso es el principal escollo que tiene la derecha chilena cuando invoca el valor de los méritos individuales y apoya lo que define como “meritocracia”: al momento de contrastar ese discurso con la realidad local, lo que ha develado este caso, como tantos otros ejemplos, es que la promesa se estrella con el muro de los hechos. Que alguien común y corriente alcance puestos en donde se toman las grandes decisiones depende menos de la calidad de un trabajo bien hecho que de aspectos como el origen de clase, las relaciones sociales que se mantengan o el servilismo demostrado sin disimulo y cobrando el mejor precio del mercado. Las excepciones son solo eso, excepciones.

La proliferación de barreras para el ascenso no solo está a la derecha, la izquierda también las cultiva, de otro modo, bajo otros códigos y en contradicción con otros valores. Si la derecha enarbola el mérito individual, mientras cierra el paso a quien no pertenezca a los círculos de la tradición, las dirigencias de la izquierda traicionan sus discursos de igualdad cada vez que un nombramiento público recae no en quien reúne las condiciones profesionales para un cargo, sino en virtud de relaciones de amistad, compadrazgo, militancia y pertenencia a linajes progresistas. La igualdad, en este caso, sólo aplica a un ámbito distinto del público y a puestos subordinados. Una pálida idea de igualdad teñida por la caridad o la beneficencia. Para las tareas de quienes ejercen el poder en mayúscula, el círculo se cierra y vuelven a aparecer los hijos, sobrinos, cuñados, yernos, nueras y el chupamedia crónico de ocasión.

Naturalmente, nada de esto es comparable al contubernio del caso Audio, tampoco es contrario a la ley, pero sí revela un modo de conducción contradictorio con los valores que la izquierda debería encarnar: cansa que la máxima autoridad del país se defina a sí mismo como contrario a escuchar a las élites, por un lado, mientras su propio gobierno traslada de un país a otro a un funcionario para dejarle el cargo libre a Diego Vela, un dirigente cercano al propio Presidente. Vela necesita el puesto y la residencia en Europa por razones privadas y el modo de conseguirlo fue perjudicando a otro profesional. Si eso no es elitismo, al menos es el ejemplo más reciente de otros muchos casos de protegidos y protegidas cuyo desempeño ha sido tan mezquino como las razones para ejercer el puesto asignado.

En un país como el nuestro no es raro que alguien llegue a juzgar que su única tabla de salvación para progresar o arañar un estatus profesional no sea la calidad de su trabajo, sino la débil pertenencia que le confiere una sigla de una cuenta de correo. Eso no es cómico, sino trágico.

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