Columna de Óscar Contardo: Un viaje en el tiempo
En un capítulo de Cosmos, la serie de televisión, Carl Sagan explicaba la teoría de la relatividad con un ejemplo que se quedó en mi memoria: dos hombres que pasean juntos en un momento se separan, uno de ellos se sube a una moto y acelera hasta acercarse a la velocidad de la luz, en tanto el otro continúa la caminata a ritmo pausado. Sagan explicaba que para el hombre que viajaba arriba de la moto el tiempo se comprimiría, como si su reloj vital se ralentizara; lo que bajo condiciones habituales serían meses o años, él los experimentaría como segundos o minutos debido a que se aproximaba a la velocidad de la luz.
El episodio de la serie lo vi cuando era niño, y como mi formación en física es inexistente, sólo intuyo que su objetivo era exponer a una audiencia casual el contraste entre una teoría científica que plantea que el tiempo es como una flecha, algo que se lanza hacia el frente y sigue una dirección única, y otra que lo describe como un río, es decir, un cauce ancho con meandros, pozos quietos y corrientes turbulentas. El cierre del ejemplo que intentaba ilustrar la segunda teoría planteaba que si el motorista veloz eventualmente volvía a encontrarse con el hombre que había continuado caminando, se enfrentaría a alguien para quien no habían transcurrido solo algunos minutos desde que se separaron en el camino, sino décadas. Esa posibilidad me pareció demasiado cercana al abandono. En esos años mis padres cumplirían 40 y yo juzgaba, en la intimidad de mis pensamientos, que ya eran ancianos y que era probable que quedara huérfano en cualquier minuto. Me sumergí en el vacío que se abría entre las dos experiencias del paso del tiempo que vi en el programa, como en una grieta imposible de salvar, algo que ya no tendría remedio.
De vez en cuando leo o escucho historias que me hacen regresar a la emoción que me provocó ese capítulo de Cosmos, no por asuntos relacionados con la ciencia, ni con la física, sino por relatos triviales y, de cuando en cuando, con notas de prensa sobre algún antiguo proceso judicial. Artículos o reportajes que evocan la pesadez y lentitud de un sistema, la justicia descrita como un animal de carga macilento que avanza en medio de una autopista guiado por abogados que hablan en una jerga espesa y misteriosa. Es como si otra forma de percibir el tiempo irrumpiera a través de una grieta que repentinamente aparece en una tapia escondida. Si uno se asoma es posible ver a través de ella un carril paralelo al propio, sigiloso, en donde yacen estancados los temas pendientes considerados a primera vista como lastres, registrados en legajos que se amontonan sobre los archivos de tribunales. La primera tentación es mirarlos como un estorbo. Luego, no queda más que enfrentarse a su significado y tomar conciencia de que hay gente -deudos, padres, madres, hijos, parientes, víctimas- para quienes la vida misma está marcada por el ritmo cansino en que esos legajos se mueven de despacho en despacho. El tiempo como una ciénaga que dificulta los movimientos y agota las energías.
Hace un par de semanas, una corte de Santiago condenó a 10 años de presidio a dos antiguos detectives de la policía civil por el homicidio calificado de Eduardo Jara en 1980. Jara estudiaba Periodismo en la Universidad Católica y fue secuestrado por agentes de la dictadura junto a Cecilia Alzamora, compañera de universidad. Ambos fueron sometidos a tormento durante varias jornadas y luego arrojados en un baldío. Fueron auxiliados y atendidos, sin embargo, el estudiante no logró sobreponerse a la hemorragia interna y el traumatismo provocado por los golpes que recibió en la cabeza durante las sesiones de tortura. Entre la muerte de Eduardo Jara y la decisión del tribunal habían transcurrido 42 años. Un período larguísimo -¿cuántas cosas han ocurrido en todo ese tiempo? ¿Cuántos niños que se hicieron adultos?-, aunque menor al lapso entre el asesinato de 36 trabajadores agrícolas y dos comerciantes perpetrado en Paine en 1973, y el fallo de la Corte Suprema anunciado esta semana en contra de los responsables de esa matanza, un grupo de uniformados en retiro. Medio siglo para hacer algo de justicia, o más bien, la que fue posible alcanzar dadas las condiciones. Un arco se cerraba, mientras otros recién comienzan a elevarse. Este jueves la prensa de Punta Arenas detallaba la detención de un médico como encubridor de los delitos de “detención ilegal, secuestro calificado y abusos deshonestos” y cómplice durante la “aplicación de tormentos” en contra de prisioneras políticas en los meses posteriores al Golpe de Estado de 1973. Rosa Lizama, una de las denunciantes, tenía 16 años cuando fue detenida y torturada: ella identificó al cardiólogo al que ya habían mencionado otros testigos como el encargado de asistir las sesiones de tortura. En este caso el proceso recién se inicia.
No sabría explicar la teoría de la relatividad, ni ninguna teoría física sobre el tiempo y el espacio, pero aquel programa de Carl Sagan que vi cuando era niño me permite traducir en imágenes la emoción que me provoca esa parte de la historia de nuestro país. El recodo en donde el tiempo se empantana entre tribunales, intereses contrapuestos y poderes en pugna, transformando la justicia en una meta, quizás no imposible, pero desoladoramente tardía.