Columna de Óscar Contardo: Una estatua en mitad de la noche
El pedestal vacío de Baquedano puede ser interpretado como el final de una etapa en donde todas las fracturas de nuestra democracia quedaron expuestas y el estuco sobre nuestro pasado reciente acabó descascarándose, mostrando las grietas de nuestras instituciones y las dificultades para encontrar en los relatos oficiales una historia común a todos, algo más vivo y luminoso que un monumento bajo custodia policial instalado en la mitad de una herida supurante.
El retiro de la estatua del general Baquedano tiene un simbolismo complejo, difícil de ponderar a la ligera en una época en que la velocidad de los acontecimientos sobrepasa cualquier capacidad de tomar distancia y de encontrar perspectivas para comprender el alcance real de ciertos hechos. No se trata solamente de una figura militar -cuyo rol histórico es desconocido para la gran mayoría-, sino de mucho más. Tampoco podemos explicar el alcance que tendrá el pedestal vacío solo por el significado del lugar en donde fue emplazada la estatua: Plaza Italia, un punto de la ciudad que con el correr del siglo XX se transformó en el hito urbano que zurce imaginariamente una capital trizada, que funciona como una confederación de comunas. Una sutura mental para una segregación urbana mal disimulada.
Plaza Italia, Plaza Baquedano, Plaza Dignidad: tres nombres para un lugar de paso, más que una plaza, una glorieta que tiene el carácter de frontera: la cicatriz en donde se convocan desde fines de los 80 los capitalinos y capitalinas para celebrar los pocos triunfos y expresar las muchas demandas acumuladas. La costura de una herida como único lugar de encuentro. Sobre esa herida, un monumento que desde octubre de 2019 comenzó a ser rivalizado por manifestantes y carabineros, como un trofeo que pasaba de unas manos a otras cada fin de semana en jornadas saturadas de imágenes de contienda. Marchas, protestas, revueltas, vandalismo y represión. En todas ellas la estatua de Baquedano estaba en el centro: treparla y ondear banderas sobre ella era una especie de triunfo. Tal vez por eso, por el simbolismo de la estatua durante el estallido, sea errado considerarla solo como un caso más en la lista de monumentos repudiados a escala global por representar la expresión de un poder que, desnudado en sus cimientos, devuelve un reflejo opaco de su propia historia. No es exactamente ese el caso, porque antes que el intento de tumbar el monumento o de prenderle fuego, lo que hubo fue un ejercicio repetitivo de apropiación: montando el caballo, ondeando banderas sobre él, colgando pancartas, pintando la estatua de rojo o de arcoíris. Desde octubre de 2019 en adelante Baquedano fue fotografiado como nunca antes: su silueta es parte de la memoria del estallido.
Lo ocurrido con la estatua de bronce no solo guarda relación con las clases escolares de historia contadas como una sucesión de gobernantes, constituciones, guerras y batallas, ni de los tañidos de una banda militar marcando el paso de un desfile con un himno marcial como único sinónimo de la palabra “patria”. Tampoco la clave para comprender el sentido que adquirió la figura que representa al general Baquedano se puede buscar nada más que en su calidad de héroe oficial en un conflicto iniciado por el alza de un impuesto a un recurso explotado en un territorio desértico reclamado por un país vecino. Tampoco sobre el rol que tuvo el militar en la antigua frontera de La Araucanía. Nada de eso basta para entender el simbolismo de un monumento que sirvió de punto de encuentro para el descontento mal encauzado por un gobierno incapaz de leer símbolos y de enfrentarse a fenómenos más complejo que los intereses económicos de corto plazo.
Ninguno de los factores enumerados explica por separado lo que ha sucedido con la estatua ecuestre, ni el alcance que tendrá el pedestal vacío. El simbolismo profundo que tenga el retiro de la estatua de Baquedano depende de muchos factores y de la manera en que se combinen.
El monumento ecuestre se transformó desde hace un año en un punto de condensación de una cantidad de signos que acabaron saturando su significado cuando el Presidente Piñera decidió retratarse a sus pies, aprovechando la soledad de un día de cuarentena total. Ese acto, que parecía una burla tomando en cuenta los acontecimientos y los centenares de personas heridas durante la crisis desatada hace ya más de un año, acabó por trazar una línea y un destino para la estatua. Aquella imagen, y luego la de los militares en retiro escoltados por la policía, con un coronel procesado por torturas entre ellos, terminaron por reconcentrar en la figura de Baquedano una disputa mayor, acentuada con el insólito comunicado oficial del Ejército en el que, evocando el lenguaje de la dictadura, volvían a usar la palabra “antipatriota” como si se tratara de una organización autónoma y no de una institución subordinada al poder civil.
El pedestal vacío de Baquedano puede ser interpretado como el final de una etapa en donde todas las fracturas de nuestra democracia quedaron expuestas y el estuco sobre nuestro pasado reciente acabó descascarándose, mostrando las grietas de nuestras instituciones y las dificultades para encontrar en los relatos oficiales una historia común a todos, algo más vivo y luminoso que un monumento bajo custodia policial instalado en la mitad de una herida supurante.
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