Columna de Óscar Contardo: Una generación de ultraderecha
Los candidatos y partidos de ultraderecha cosechan cada vez más adherentes entre los ciudadanos más jóvenes en ambas orillas del Atlántico. Javier Milei logró un 70 por ciento de apoyo entre los menores de 24 años en la última presidencial transandina; el partido francés Reagrupamiento Nacional, liderado por Marine Le Pen, captó el 32 por ciento de las preferencias en el tramo de los 18 a los 24 años en las elecciones europeas; mientras Alternativa para Alemania, un partido nacionalista y xenófobo, incrementó los votos obtenidos en 2019 saltando del 5 al 16 por ciento de las preferencias entre los menores de 25 años. Las razones que suelen repetirse para este ascenso tienen que ver con la habilidad de la internacional ultraderechista para cosechar en forma de votos lo sembrado en mensajes políticos seductores. La extrema derecha ha sabido desplazarse sobre un ecosistema de comunicaciones que desde hace una década viene sufriendo cambios brutales empujados por las nuevas tecnologías. El mundo se transformó con los smartphones, con Facebook, Twitter e Instagram, y siguió mutando con TikTok. En cada uno de esos momentos quienes entendieron más rápido los nuevos escenarios que se sucedían no fueron los socialdemócratas europeos ni los liberales estadounidenses, sino una extrema derecha que fue inoculando a través de la tecnología dosis variables de paranoia conspirativa y patriotismo volátil. Esos discursos llegaron a una generación que ya no se asomaba a los medios tradicionales, sino a las aplicaciones, vía scrolling individual, en donde las líneas editoriales explícitas son reemplazadas por algoritmos hechos a la medida de nuestros sesgos.
Tanto en el Estados Unidos de Trump, como en la España de Vox o el Portugal de Chega, hay una generación que pese a tener más años de educación que sus padres o abuelos no logra satisfacer las expectativas de empleos, de ingresos y de vivienda que supuestamente debían haber alcanzado en la edad adulta. Cargan con una promesa rota de la que recién ahora pueden dar cuenta con su voto. La demanda política de este grupo etario tiene dos caras. Una de ellas es el que encarnó la activista Gretha Thunberg con la conciencia por los efectos del cambio climático, las causas colectivas altruistas y las demandas por derechos de los históricamente ignorados y maltratados. La contracara de la moneda es la perspectiva de prosperidad individual truncada. Los menores de 25 años son parte de una generación, sobre todo en Europa, para la que conseguir empleos a la altura de la formación adquirida es extremadamente difícil, retrasando las posibilidades de independencia de la familia de origen. La ultraderecha presenta ambas realidades como escenarios excluyentes, retratando las causas colectivas como preocupaciones de una “élite globalista”, un grupo de privilegiados (la casta de la que habla Milei) asociado al Estado y a las organizaciones multilaterales (jamás a los grandes conglomerados financieros ni a los magnates que evaden impuestos). El boceto ofrecido por el populismo de extrema derecha evita elaboraciones abstractas como la desigualdad del ingreso, simplemente divide al mundo en blanco y negro, desdeña la ciencia y aplaude todo tipo de solución que involucre castigo o brutalidad en contra de los más débiles o los adversarios a quienes considera enemigos. Elabora contenido para el scrolling, no argumentos fundados. Cuando mencionan la corrupción evitan proponer legislación sobre transparencia, prefieren usar casos puntuales como arma de ataque, cuidándose de profundizar en el fenómeno, porque de hacerlo inevitablemente tendrían que asumir los fraudes cometidos por sus aliados o adherentes.
En esa lógica las causas de la “élite globalista” -ambientales, indigenistas, de la diversidad sexual- solo suman escollos, asuntos “identitarios” de naturaleza recreativa que distraen a la política de las demandas verdaderas o de “sentido común”. En paralelo, la izquierda ha contribuido a alimentar un discurso de la ultraderecha mostrándose incapaz de ofrecer a los más jóvenes algo más que causas colectivas virtuosas. Por más legítimas que sean ciertas demandas de derechos habrá un grupo creciente que reaccionará negativamente a ellas si no van acompañadas de cambios que mejoren sus propias expectativas concretas de vida, cosas tangibles como un trabajo a la altura de los años de estudios. Nadie puede culpar a alguien que considera que su principal desafío futuro no es frenar el calentamiento global, sino reunir el dinero para pagar un arriendo a fin de mes.
Un sector importante del electorado -de ambos lados del Atlántico- no está percibiendo los valores de ciertas izquierdas como ideas liberadoras que empujan cambios tangibles, sino como códigos morales exigentes, difíciles de cumplir en la dura realidad cotidiana. Por más injusta que sea la generalización, esta cobra sentido en cuanto quienes exigen conductas volcadas a lo comunitario y a la solidaridad, como si su rol fuera el de disciplinar, practican un individualismo voraz y sectario. El postureo abajista en público resulta hipócrita y contradictorio cuando las prácticas de elitismo privado son habituales y evidentes: eso alimenta caricaturas como el ñuñoísmo.
El avance de la ultraderecha en la población más joven es un hecho, y más que un rasgo propio de una generación parece ser el síntoma de una crisis mayor de un sistema democrático que no estuvo a la altura de los cambios económicos, tecnológicos y sociales, y de un progresismo demasiado satisfecho con sus propias convicciones como para atender a las frustraciones que se han ido acumulando y a la manera en que el adversario populista las explota como combustible para llegar al poder.
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