Columna de Óscar Contardo: Una nueva traición

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La facilidad con la que la imagen de “la cocina política” cundió durante la última década tiene una explicación bastante obvia: la evidencia cada vez más cotidiana de que en Chile las decisiones y la riqueza están concentradas en un grupo demasiado pequeño y aislado de la mayoría. Una élite particularmente endogámica, encapsulada por la tradición y la costumbre, que intensificó el alcance de su poder durante los años de prosperidad económica, rehusándose a los cambios necesarios para las nuevas demandas y comprometiendo con su tozudez la convivencia social futura. El sistema presentó sus primeros desajustes cuando la primera generación criada en democracia demandó mayor participación en las decisiones sobre la educación, el tema que les concernía directamente y uno de los pilares del modelo económico. Primero fue la llamada “revolución pingüina”, el momento en que fue acuñado el término “cocina”; luego, el movimiento universitario, el momento en donde el concepto “lucro” cobró popularidad. Tanto la “cocina” como “el lucro” apuntaban a la desigualdad como problema subyacente.

El segundo gobierno de Michelle Bachelet intentó hacer algo al respecto, pero la voluntad reformadora falló, entre otras cosas, porque debió enfrentar el caso Caval. Esta semana, Sebastián Dávalos y Natalia Compagnon, las caras más visibles de aquel escándalo, fueron absueltos de los cargos en su contra. Pero no sólo se trataba de un asunto legal; independiente de las responsabilidades ante la justicia, aquel caso fue percibido como una burla de cierta élite política de izquierda que durante las campañas proponía igualdad, pero que a espaldas del electorado se comportaba como agente especuladora gracias al privilegio de sus contactos políticos. Aunque la Presidenta no estuviera al tanto de nada, su hijo trabajaba en el gobierno, en La Moneda. Los pormenores de las reuniones de Dávalos y Compagnon con empresarios para proponerles negocios, la naturaleza difusa del rol que ellos cumplirían en el desarrollo de los mismos, fueron para la opinión pública pruebas suficientes del provecho que le sacaban al parentesco con la Presidenta. Difícilmente otro chileno o chilena, por muy capacitado o talentoso, tendría el privilegio de reunirse con el dueño de un banco para pedir un crédito. El relato de esos hechos fue lo suficientemente corrosivo como para desanimar a un electorado que venía perdiendo la confianza en las instituciones políticas desde fines de los 90. La lógica indicaba que en determinados círculos de poder, el discurso público sobre la igualdad se desvanecía y operaba la trenza habitual en donde militancias políticas, pertenencias familiares y fortuna económica perpetuaban una forma de vida muy poco democrática. Caval fue percibido como una traición, algo muy difícil de perdonar. Lo mismo acaba de ocurrir con la llamada fundación Democracia Viva, creada por militantes de Revolución Democrática.

El valor de la igualdad no es una bandera de la derecha. Nunca lo ha sido, por definición sus valores son ofrecer orden, seguridad y oportunidades para surgir. Por eso el esfuerzo de cierta izquierda de tratar por empatar el caso de la fundación Democracia Viva con las denuncias de corrupción municipal que involucran a los partidos de derecha -en Viña del Mar, en Vitacura, en Maipú- no logran hacer eco ni resultan funcionales, aunque legalmente sean todas graves y los partidos conservadores tengan responsabilidad por haber avalado liderazgos fraudulentos, en el caso del progresismo y de la izquierda el engaño es percibido por la opinión pública como algo más profundo, sobre todo si se trata de un partido del Frente Amplio, surgido justamente del descontento provocado por el financiamiento ilegal de la política, la colusión y los cobros abusivos en un sinnúmero de servicios.

Lo que presentan los hechos hasta ahora es la historia de un grupo de amigos y correligionarios que tras llegar al poder, prometiendo cambios, se aprovechan de las circunstancias y reciclan una fundación para obtener cuantiosos recursos públicos de manera automática, grosera y vulgar. Aún más si como excusa usaban un campamento de viviendas en donde la gente vive en condiciones miserables, y como misión explícita declaraban un palabrerío redactado para decir todo y decir nada a la vez. Lo que ha hecho este puñado de militantes de Revolución Democrática es darle una bofetada a su electorado y regalado una mueca de desprecio a las ideas que decían defender. De paso, los amigos de la diputada Catalina Pérez han apuñalado el último intento del gobierno por lograr una reforma tributaria.

El Presidente Gabriel Boric asumió el cargo conociendo, o al menos suponiendo, las dificultades que encontraría con una oposición que luego del plebiscito de septiembre resucitó envalentonada e intransigente. Con la ultraderecha en alza los pronósticos empeoraron. La dificultad inesperada, sin embargo, ha sido la interna, con aliados torpedeando cada logro del gobierno, dando entrevistas desatinadas, cometiendo errores insólitos o simplemente dándose a conocer por una ineptitud bien pagada por el cargo que ocupan. El caso de la fundación creada por los militantes de Revolución Democrática es, más que un misil, una bomba de racimo con alcances insospechados no sólo para este gobierno, sino para el futuro de una democracia abatida por la desconfianza y la irresponsabilidad de varias generaciones de políticos y políticas que no supieron ni quisieron estar a la altura de las circunstancias, ni menos aún, a la altura de sus propias palabras y de las ideas que prometían representar.