Columna de Óscar Contardo: Una que nos una
La campaña que triunfó en el plebiscito del 4 de septiembre pasado puso en práctica dos fórmulas que, a la larga, resultaron exitosas. La primera fue disimular o derechamente descartar la participación en piezas gráficas o audiovisuales de cualquier dirigente vinculado al sector político que estaba a cargo del gobierno durante el estallido de 2019. No aparecían rostros ni declaraciones de los partidos que habían sido doblemente derrotados, primero en el plebiscito de entrada y luego en la elección de convencionales. La segunda fórmula fue potenciar la participación de un grupo de personalidades públicas asociadas a la centro-izquierda, quienes llamaban a rechazar el texto que debía reemplazar la Constitución vigente. Aunque en los hechos no representaran a ningún partido o movimiento consolidado, gracias a esas personalidades la opinión pública podía concluir que no era solamente la derecha la que estaba expresando su descontento, sino figuras identificadas con la oposición a la dictadura que, en la práctica, había impuesto la Constitución del 80. Este elemento fue subrayado con destreza, identificando el triunfo de la opción No del plebiscito de 1988 con el llamado que hacían estas personas en videos de propaganda y entrevistas en medios: la caminata en el puente peatonal sobre el Mapocho, en referencia a una escena icónica de la campaña que derrotó el Sí a Pinochet; la asociación entre la Convención Constitucional y una supuesta “dictadura de las mayorías”; la referencia persistente a que en los debates al interior de la Convención no había suficiente representación democrática ni demográfica, y por último, la vinculación del texto con la idea de división y caos. Según ellos, votar en contra del proyecto de la Convención era un llamado al diálogo, una posibilidad para “volver a conversar”, incluso, una posibilidad de amar. Los representantes vicarios del alma del Rechazo sugerían, además, que ellos representaban a mucha gente, la suficiente como para lograr un control sobre lo que se venía.
La noche del 4 de septiembre los dirigentes de la derecha tradicional, que habían estado ausentes durante la campaña del plebiscito de salida, reaparecieron para imponer nuevas condiciones. La continuidad del proceso tuvo un largo paréntesis hasta lograr un acuerdo que significó que los partidos representados en el Congreso Nacional retomaban el protagonismo perdido, pese a su desprestigio, nombrando un comité de expertos, y que el diseño original de representación directa quedaba reducido a un consejo más pequeño. En adelante, ninguna de las promesas que ofrecieron las personalidades que se presentaban como disidentes de la centroizquierda se cumplió. Quienes durante meses ejercieron de voceros y rostros de la opción ganadora no contaban con el poder para tomar decisiones respecto de lo que vendría, tampoco para ejercer presión alguna. Tuvieron, eso sí, un momento de celebración y otro de figuración como parte del atrezo de la ceremonia del acuerdo en el que se firmó la continuidad del proceso.
A la larga, de la expresión de la rabia acalorada que significó el surgimiento de la Lista del Pueblo, pasamos al descontento desesperanzado que otorgó una votación mayoritaria a las candidaturas del Partido Republicano. Más que un péndulo que se movía, los acontecimientos dibujaban un torrente de desafección que encontraba un nuevo cauce, un canal expedito y libre de dirigencias devaluadas, esta vez por el flanco de la ultraderecha. Frente a la opinión pública, los candidatos republicanos aparecían libres de cualquier salpicadura de los gobiernos anteriores, además, no habían mostrado dos versiones de sí mismos, nunca disfrazaron los verdaderos motivos por los que se opusieron al proyecto de la Convención: para ellos no hay nada que cambiar.
Esta semana los consejeros republicanos ingresaron las enmiendas al anteproyecto de los expertos nombrados por los partidos. Según su representante más votado, son una muestra de su identidad. Las casi 400 modificaciones propuestas tendrían, entre otras consecuencias, la liberación de presos condenados por violaciones a los derechos humanos, la restricción del derecho a huelga; la limitación de los derechos reproductivos de las mujeres; la prohibición del impuesto al patrimonio; la reducción del número de parlamentarios, y el alza del quórum para reformar la Constitución. Es decir, muchos candados. Este sería solo un puñado de los efectos de las correcciones ingresadas, que, dada la conformación del consejo, tienen una gran probabilidad de aprobarse: el Partido Republicano junto a los partidos de Chile Vamos suman los votos necesarios para quedar en el borrador final. De ser así, el texto resultaría un proyecto aún más conservador que la Constitución que originalmente se busca reemplazar.
Cada una de las promesas difundidas por las personalidades de centroizquierda que llamaron a votar en contra del texto de la Convención anterior ha sido traicionada: el debate lejos de ensancharse fue restringido; la polarización no se acabó, sino que se intensificó; en lugar de enfrentar y superar las divisiones provocadas por la dictadura, se ha reivindicado la represión más inhumana practicada por el régimen; en vez de avanzar, nos estamos acercando a un retroceso brutal. La posibilidad de un nuevo fracaso del proceso en el plebiscito de salida es cada vez más evidente, sin embargo, aquellos que en su minuto le aseguraban al país, desde la centroizquierda, que lo mejor era hacer borrón y cuenta nueva, lejos de asumir la responsabilidad que les cabe, se sumergen en la comodidad de las cartas al director o se encogen de hombros para avisarle al resto que lo que está ocurriendo en realidad no estaba en sus cálculos. Ninguno de ellos quiere sincerar que este Plan B en realidad nunca estuvo en sus manos, porque ellos cumplieron el rol de altavoces de una decisión ajena en la que estaban contemplados nada más que como modelos de promoción, como los maniquíes de una vitrina o el eslogan pegajoso de una oferta de temporada.
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