Columna de Pablo Allard: La ciudad del día después
Todavía es muy temprano para interpretar la resaca post celebraciones y lamentos de ganadores y perdedores del plebiscito de ayer. Lo que sí sabemos es que estamos ante una nueva, crucial, y tal vez última oportunidad de reconstruir la confianza, civilidad y fraternidad en nuestro país, mejorando o reformando la futura Constitución por la vía democrática e institucional.
Si todos los actores políticos, sociales y culturales hoy pedimos más que nunca diálogo y unidad, ¿cómo llevar ese clamor a la calle?; ¿de qué manera nuestra herida, fracturada y vandalizada ciudad puede encarnar ese deseo profundo de unidad?
Escribo esta columna con el pesar de haber despedido este fin de semana a un viejo amigo. Alguien que entendió la importancia de la fraternidad y el diálogo como base de nuestra convivencia: Ernesto Rodríguez Serra; profesor, filósofo, poeta, rugbista y amigo de la belleza, las conversaciones eternas y la libertad. Viejo lindo, rebelde, pícaro, tan creyente como escéptico y, ante todo, un demócrata optimista. Un poeta que no escribió muchos poemas, un filósofo, pero antes que nada un provocador, cuyo fulgor iluminó a cientos de nosotros con la luz de Heidegger, Hölderlin, Elliot, Keatts, Heráclito, Dante, Sócrates, Rilke, Parra, y tantos más. Tuve la suerte de conocer a Ernesto hace 30 años, como su alumno y ayudante en los cursos de Arquitectura, Poesía y Filosofía en la UC, los ciclos de tertulias y cine que organizaba en el CEP y los conciertos de la Fundación Beethoven.
¿Por qué vuelvo a Ernesto en el día post-plebiscito?, pues tal como escribió otro amigo y colega, Cristián Undurraga: Ernesto veía en el diálogo y la amistad cívica una fuente inagotable de virtud. Para él, las diferencias, lejos de suponer conflictos, eran semilla de un fruto mayor que la suma de las partes en disputa. Era recurrente su cita a Aristóteles: “La amistad es el mayor de los bienes de la ciudad”. Y agregaba, de lo que se trata es “de dialogar con el otro y no contra el otro”.
Revisando mis apuntes de esas largas conversaciones, encuentro en su palabra la luz de esperanza de lo que hoy enfrentamos como país. Ernesto repetidamente citaba la relación que Ludwig Wittgenstein estableció entre ética y estética luego de construir la casa para su hermana Gretl en Viena, donde proclamó: “Ética y estética son una”. Y terminaba diciendo: Si el hombre solo se preocupa de vivir bien, es inseparable del vivir bellamente.
Ernesto nos decía a los jóvenes arquitectos: “La búsqueda de la unidad es un rasgo central del hombre. No es simplificación, sino unidad diversa. ¿Cómo hacer posible la unidad sin sacrificar la diversidad? ¿Cómo dar cabida (unir) los actos múltiples? La unidad da sentido, y el sentido es lo que puede unir lo diverso. Nuestra tarea es encontrar esa unidad de sentido de todo lo que de otra manera parece un caos. Encontrar el sentido es encontrar el secreto”.
Sumo a estas citas las palabras de otro gran maestro que también partió hace unos meses, Oriol Bohígas: “Solo por medio de superposición potencialmente conflictiva de singularidades y diferencias y de los regalos inesperados del azar puede progresar la civilización. La ciudad es un centro de conflictos enriquecedores que solo se resuelven afirmándolos en cuanto tales o por medio de su coexistencia con otros conflictos de origen diverso”.
Hoy más que nunca en nuestras calles y plazas resuenan las palabras de Ernesto y Oriol, más que nunca debemos buscar la forma que la belleza y la justicia se encuentren en nuestro país, ciudades, barrios y hogares, donde podamos volver a unirnos en la diversidad, para coexistir y darle sentido a ese Chile que queremos.