Columna de Pablo González: Sobre desigualdad, rankings y educación pública
A raíz de un mensaje en Twitter sobre la caída en un “ranking de los 100 mejores colegios de Chile” se ha levantado un cuestionamiento a todas las políticas educacionales recientes. Es lamentable que la política se mueva al son de 140 caracteres y análisis livianos, habiendo tanto material de mejor calidad. Hay tres temas relevantes que son aludidos y distorsionados por este Tweet.
¿Muestran los nuevos resultados un deterioro de la educación pública respecto al pasado? Falso. Cualquiera que entienda un mínimo del proceso educativo sabe que las características de los estudiantes son predictores de su rendimiento posterior en pruebas estandarizadas, sean de capacidades o conocimientos. Entonces, si un liceo puede seleccionar a sus estudiantes por rendimiento (notas o algún test), o por características relacionadas con este rendimiento (como el capital cultural de la familia), es natural que obtenga mejores resultados.
Hacer estos rankings y comparar sobre la base de promedios es avalar estas prácticas de exclusión y selección, asimilando calidad con selectividad. Es natural que los liceos emblemáticos hayan salido de los primeros puestos, porque antes seleccionaban entre los que tenían las mejores notas. Aunque su promedio haya disminuido, esto no significa que estén haciendo un peor trabajo, incluso pueden haber dado un mayor valor agregado a sus estudiantes. Por otra parte, no es de extrañar que los particulares pagados dominen aún más este “ranking”, porque seleccionan por nivel socioeconómico, entrevistas a los padres y capacidades de los estudiantes (incluso en jardín infantil), además de operar con 2,5 veces más recursos.
La evidencia muestra más bien lo contrario. Si se ve la distribución completa, la desigualdad de resultados disminuye entre los años 2005 y 2022, en gran medida porque cae la proporción de estudiantes del sector particular pagado con alto porcentaje de respuestas correctas, pero también porque mejoran las otras dependencias.
Segundo tema del que se habla en la publicación es que la prueba, al igual que sus predecesoras, es solo un instrumento que pretende medir algo que se considera valioso. Pero, ¿es esta un buen instrumento? Hay evidencia de que la PSU era un mal predictor, lo que llevó a complementarlo con otros indicadores: las notas de enseñanza media, lo que generó una inflación de notas; y el ranking en el curso, lo que provocó migraciones entre establecimientos. ¿Es necesaria una prueba de selección? Sí, porque hay que asignar cupos que son escasos sobre la base de un criterio, en este caso la capacidad para proseguir estudios superiores. Lo ideal es que la prueba de selección cumpla adecuadamente este criterio y no sea, como la PSU, una forma de controlar cuánto memorizó cada estudiante del currículo de enseñanza media.
Un tema distinto es si es necesario que los cupos sean escasos. Hay países en los cuales todos los que egresan de enseñanza media pueden estudiar lo que desean. Las aulas son mucho más grandes y, muchas veces, en primer año al menos, están repletas. La provisión es eminentemente pública, gratuita y mucho más barata, por las economías de escala de esta forma de organización. Si nos moviésemos a ese tipo de sistema, la prueba sería innecesaria, pero surgirían otro tipo de problemas, como aumento de la deserción y del tiempo de duración real de las carreras.
Esto nos lleva al tercer tema, de si existe igualdad de oportunidades para llegar a rendir esa prueba de selección. Y la respuesta es no. No es un problema de la prueba, que cumple la función de un termómetro respecto a una enfermedad: la desigual distribución de oportunidades de aprendizaje. No obstante, la legitimidad de un instrumento de selección basado en el mérito depende crucialmente de la igualdad de oportunidades con que se llega a rendirlo. La política educacional, durante los últimos 30 años, ha intentado reducir las desigualdades con diversas políticas, y las brechas por nivel socioeconómico se han cerrado más que en la mayoría de los países, lo que ha sido atribuido sobre todo a la Subvención Escolar Preferencial (SEP). Asimismo, para aminorar los efectos de la desigual distribución de calidad se han intentado también programas de acción afirmativa. Sin embargo, el desafío sigue siendo grande; se estima que al menos se requiere incrementar la SEP en un 50% adicional.
En este contexto, resulta preocupante que desde el 2005 se vengan privilegiando los recursos hacia la educación superior en desmedro de los niveles anteriores; incluso el gobierno ha planteado la condonación del CAE, lo que distorsionaría más radicalmente la asignación de prioridades. La prueba de selección ha generado, además, una industria de preuniversitarios, y acceder a ella, depende de la capacidad de pago.
La desigualdad no es el único desafío. Pese a sus progresos, Chile sigue estando muy atrás del mundo desarrollado, con el cual debemos competir. No es un problema de recursos, sino de las políticas seguidas hasta ahora, que solo permiten cambios pequeños. Portugal es un ejemplo que pensó en grande y realizó un salto mayor, pasando de ser el más atrasado del oeste de Europa en las pruebas internacionales a competir por el primer lugar con Finlandia, y su cultura e institucionalidad es mucho más parecida a la de Chile. El cambio más sustantivo fue la formación de profesores para trabajar con la diversidad y un movimiento decidido a la inclusión, que integró a los estudiantes con discapacidad en establecimientos regulares y convirtió a las escuelas especiales en centros de recursos para el conjunto del sistema. Nada de eso puede improvisarse, y el primer cambio se hizo 30 años antes que el segundo. ¿Tenemos la capacidad como país de volver a construir políticas de Estado en este tema crucial para el futuro?
Por Pablo González, Centro de Sistemas Públicos - Ingeniería Industrial, U. de Chile, y Centro de investigación para la educación inclusiva