Columna de Pablo Ortúzar: Chile después del quincho
La izquierda chilena siempre ha postulado que las políticas económicas y sociales de la dictadura transformaron la subjetividad de los chilenos, haciéndonos pasar de cierta solidaridad con sentido colectivo a una disposición existencial “neoliberal”, egoísta. Esta tesis hace agua por varios lados, porque termina idealizando un mundo rural, premoderno y estamental que se supone que la izquierda desea superar por completo. Lo mismo les ocurre en el tema indígena: Orellana podrá odiar a la Iglesia Católica, culpándola de oscurantismo, pero ella y sus amigos se postran ante cualquier machi jurándose en “La Misión”. El desprecio al “facho pobre”, individualista y alzado, que la modernización les entrega viene aparejado de una romantización de sujetos populares apenas emergidos del fundo y en busca de un nuevo patrón, rol que le acomoda a la izquierda iluminada.
Es notable, también, el hecho de que la derecha vive en un enredo parecido: extrañando ciertos valores y conductas propios de un mundo estamental, al tiempo que promoviendo, en teoría, la modernización radical y acelerada del país. Felices por la modernización económica, pero no tanto por la democratización que ese proceso impulsa en todas las esferas de la vida social (la cual trae sus propios males y problemas, como muestra Daniel Mansuy en su último libro sobre educación). Y lamentando que el enriquecimiento haya corrompido las virtudes paternales de la clase dirigente, haciéndola blanda y cómoda.
El elefante en la habitación de toda esta culpa aristocrática es lo poco moderno de nuestras élites urbanas, reflejado en el relativo descuido por las ciudades. La ciudad es el gran artefacto moderno: el espacio que define de esa manera nuestra forma de habitar el mundo. Y lograr ese objetivo requiere un sólido triunfo de lo público sobre lo privado. Es compartiendo el espacio público que la aglomeración urbana se vuelve agradable de vivir, así como dinámica y novedosa. La ciudad se experimenta en sus calles, bares, teatros, cines, cafés, restaurantes, parques, playas, museos, galerías, ferias, iglesias y plazas. Lo público de la ciudad no se define porque su propiedad sea estatal o privada, sino por su régimen de uso. Son espacios abiertos, pero con códigos de conducta exigentes que permiten compartirlos civilizadamente.
En Chile vivimos de espaldas a las ciudades antes, durante y después de la dictadura. Se les trata como un mal necesario, centro de acopio y trámites. Se usa el parque soñando con tener patio propio -y se le emporca porque “no es de nadie”- y el que puede huye a su quincho. El quincho, amado por todos, es el emblema de nuestra modernidad truncada. Un “afuera” de la casa que sigue atrapado en ella, símbolo de una sociabilidad cerrada y desconfiada. Mientras tanto, el espacio público es privatizado a patadas, abusado mediante todo tipo de incivilidades que lo dejan en manos de matones, delincuentes y maleducados. Durante el estallido pudimos ver lo que muchos chilenos consideraban un uso “libre” del espacio público: un crossover versión Chimbarongo entre Jauja, Sodoma y Ciudad Gótica. Y la nueva izquierda promueve esta comprensión de lo público al borrar todo estándar y toda exigencia de sus espacios: así mataron la educación básica y media, y ahora van por la universitaria. “No selección”, que significa nivelar todo para abajo, hasta que la barbarie se haga costumbre, mientras ellos se llenan los bolsillos.
Por eso, algo clave para la derecha que pretende volver al poder es tomar las banderas de lo público, de lo moderno y de la ciudad. La nueva izquierda ha fracasado miserablemente en portarlas: confunden lo público con lo estatal, a la vez que lo estatal lo privatizan, tratándolo como botín para los amigos. La modernidad, con sus ambiciones pluralistas e ilustradas, ha sido reemplazada por una majamama identitaria enemiga de la razón, racista e intolerante. Y la ciudad es pensada como un cúmulo de derechos sin deberes, algo “de nadie”, carente de códigos. De ahí que su brutalización durante el estallido haya sido hasta aplaudida en ese mundo. Contra todo esto, el gran desafío de la derecha es salir del quincho y reponer un proyecto moderno y exigente para Chile.
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