Columna de Pablo Ortúzar: Chile, modernidad y “turbazo”

Destrozos en el Estadio Nacional en ingreso forzoso de fanáticos de Daddy Yankee.


Marcel Mauss definió los hechos sociales totales como “un punto concreto específico en el cual se puede identificar el conjunto de relaciones sociales de una sociedad”. En sociedades complejas estos fenómenos son improbables y menos densos, pero existen.

Llevo años convencido de que el fenómeno santiaguino del concierto masivo pagado -como los últimos de Daddy Yankee- concentra, más que ningún otro, las estructuras y tensiones que caracterizan a la sociedad chilena actual. Se trata, probablemente, del espacio más socialmente diverso que podemos observar. Su segmentación de precios refleja ese hecho. La capacidad corregida por la disposición de pago se despliega sobre una amplia gama de opciones preestablecidas. El día de concierto, así, gente de todas las comunas converge en un solo punto. Juntos, muy poco revueltos, pero juntos. Deseosos de acceder a la misma experiencia, iguales en tanto consumidores del espectáculo, separados según el desembolso.

El proceso que conduce a ese momento moviliza todas las desigualdades del país. Bancos y compañías móviles ofrecen descuentos y ventajas para asistir a sus clientes preferenciales. Antes de la bancarización masiva, de hecho, se generaba una tensión de clase entre aquellos que compraban su entrada en taquilla y los que lo hacían por internet. La deuda, por supuesto, también se hace presente: ya sea como cuotas sin intereses con tal o cual tarjeta, o bien como crédito de consumo, cada cual debe como puede. En paralelo, por cierto, se diseñan planes de contingencia público-privados de transporte, seguridad y asistencia médica.

Los conciertos masivos, así, nos sirven para observar y pensar. Nos hablan de una sociedad de consumo en que los gustos se han masificado y el acceso se ha democratizado, pero donde la capacidad de pago se traduce en grandes diferencias respecto de la calidad del acceso. Nos muestran a los sectores más frágiles de las clases medias asumiendo onerosas deudas para lograr un lugar entre las peores ubicaciones del evento. Y muestran una forma de organización donde cada cual mira a los que están por delante, pero nunca a los que vienen hacia atrás, siendo los más ricos quienes sólo ven el escenario, pero son vistos por todo el resto.

En este panorama, los “turbazos” son sociológicamente interesantes, pues insinúan una desesperación de acceso mezclada con desprecio por las normas y por los demás. Son un acto grupal, pero con fines individuales. La masividad de la turba es condición para un fin que no es colectivo. Su ocurrencia depende de una masa crítica de oportunistas y desencantados respecto de la justicia del sistema de acceso.

Chile, para bien y para mal, se parece a sus conciertos. Nuestros políticos deberían tenerlo en mente. Nuestra modernidad les prometió a millones de chilenos poder disfrutar de bienes antes exclusivos. Cumplió, pero endeudando y entregando posiciones lejanas y precarias a la mayoría. Y la pregunta actual, en medio de turbazos y enfrentamientos, es cómo generar una organización del espacio y unas reglas de acceso que revivan las ganas de colaborar y respetar el lugar de los otros. Hay que reducir el volumen de anomia a niveles manejables. Sin embargo, hasta ahora, nos ha ido mal con las propuestas. Las élites de izquierda y derecha están enfrascadas en discusiones identitarias respecto de las cuotas de la cancha VIP, y el debate constitucional, que se suponía instrumental a los temas de fondo, se convirtió en un fin en sí mismo. Nadie mira hacia atrás.

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