Columna de Pablo Ortúzar: Ciencia y política (Respuesta a la profesora Antonia Larraín)

Naomi Oreskes

En el caso chileno, durante el estallido social y los meses y procesos constitucionales que siguieron fue muy interesante observar la casi nula diversidad política existente en la mayoría de las facultades de ciencias sociales y humanidades del país. Quedó al desnudo una academia altamente militante.



Agradezco a la profesora Antonia Larraín, vicerrectora de investigación y directora del doctorado en psicología de la Universidad Alberto Hurtado, su interesante respuesta a mi columna. Trataré de responderle en las siguientes líneas.

Quisiera recapitular primero el marco de esta discusión: todo comenzó con un intento de debate respecto a las diferencias entre el campo de la opinión pública y el campo de la academia. Yo argumenté dos cosas: primero, que el campo de la opinión pública se configuraba distinto al de la academia, pues operaban con filtros diferentes. Y, segundo, que, además, el ámbito académico de las ciencias sociales y las humanidades no operaba con estándares científicos equiparables a los de las ciencias naturales, por lo que su distancia con el ámbito de las opiniones era, en muchos casos, estrecho, dejando bastante terreno libre para el activismo. Respecto al primer asunto, aceptar que el régimen de la opinión pública es distinto al de la academia permite separar aguas entre ambos campos: ninguna opinión debería ser tenida por cierta en ambientes académicos simplemente por ser popular en la opinión pública, ni los académicos pueden pretender que su opinión tenga mayor valor en el espacio público debido simplemente a sus credenciales académicas. Lo que queda pendiente aquí, entonces, es un debate respecto a cómo es que se construye el campo de la opinión pública en Chile, el cual es tanto interesante como pertinente.

Mi segundo punto pone la lupa sobre la producción académica en las ciencias sociales y las humanidades. Argumenté que el régimen de papers revisados por pares había sido injertado desde las ciencias exactas en estos otros ámbitos más debido a un esfuerzo de estandarización industrial de la producción académica –vinculado principalmente a razones burocráticas y administrativas- que por criterios de idoneidad seriamente considerados. Por eso usé el concepto de “parodia” en el sentido de remedo: se simula que el ámbito de las ciencias exactas y el de las humanidades y las ciencias sociales se ajustan igualmente a un régimen único de producción científica, aún sabiendo que eso no es así, ya que la dispersión epistemológica de las segundas es mucho mayor y a que no existe una noción clara de “avance” o “progreso” en ellas. Si esto es así, la pretensión de autoridad equivalente a la de las ciencias exactas que muchos académicos de las áreas de humanidades y ciencias sociales se arrogan en el debate público es doblemente débil: no sólo estarían mezclando peras con manzanas al exigir que su opinión valga más en el espacio público en razón de sus títulos académicos, sino que su trabajo académico mismo sería un injerto variable entre peras y manzanas.

En este punto es que entra al debate el artículo de la profesora Larraín, que se basa en el trabajo de Naomi Oreskes (“Why trust science?”) para argumentar que los métodos de investigación en sí mismos no son los criterios que definen la calidad del conocimiento científico, sino que es “la gobernanza propia de la ciencia, basada en sistemas de revisión crítica de pares a distinto nivel (publicaciones, procesos de categorización académica, adjudicación de fondos para investigar, entre otros), la que establece la calidad de una pieza de conocimiento y la posibilidad de establecerse como un consenso científico”, siendo la “diversidad epistémica de estos cuerpos colegiados, la posibilidad de disenso y funcionamiento de múltiples perspectivas” la única garantía de limitación de sesgos ideológicos, políticos o de otro tipo que puedan estar presentes en ellos. Asumiendo esa mirada, la profesora Larraín procede a revisar las publicaciones de universidades chilenas en la base de datos WOS entre 2014 y 2023 y constata que un 47,3% de las publicaciones en ciencias exactas se hicieron en revistas de alto prestigio e impacto (Q1), mientras que en las ciencias sociales y humanidades esto se reduce a un 30% o menos. Esta menor presencia, observa la profesora Larraín, varía fuertemente dependiendo de las universidades, pero no a los proyectos educativos de dichas universidades, de lo que la profesora deduce que no sería un sesgo político el que determinaría la calidad de la investigación.

En respuesta a Larraín yo querría afirmar dos cosas: primero, que no estoy de acuerdo con Oreskes en sus afirmaciones respecto a las ciencias naturales. En su libro ella defiende que la teoría de Bruno Latour respecto a dichas ciencias es correcta, lo que las volvería un constructo social carente de unidad metodológica, pero que “el carácter social de la ciencia no la hace subjetiva”, ya que, según ciertas teóricas feministas, “mientras más abierta y diversa sea una comunidad y más fuertes sean sus protocolos para promover el debate libre y abierto, más objetividad se logrará en la medida en que los sesgos y supuestos individuales vayan siendo desplazados por la comunidad”. Siguiendo a Bricmont y Sokal –que atacan muy duramente a Latour y sus amigos en el libro “Imposturas intelectuales”-, yo considero que la posibilidad de que ese debate “libre y abierto” llegue a algún lado provechoso depende justamente de la unidad epistemológica que hace posible discutir respecto a los hechos que pretenden ser establecidos. Una comunidad de Babel, donde cada uno hable su propia lengua, por muy diversa que sea no podría llegar a ningún mayor grado de “objetividad” ya que no podría definir el conocimiento objetivo para empezar. Gross y Levitt, así, tienen bastante razón en su crítica contra la “filosofía feminista de la ciencia” expuesta en el libro “Higher Superstition”, que Oreskes despacha bajo el calificativo de “dispéptica”.

Es la unidad epistemológica de las ciencias exactas la que hace que el régimen de los papers, las publicaciones y los congresos especializados funcione de buena manera para ellas –lo que no quiere decir “perfecto” en ningún caso, como muestran algunos escándalos recientes-, dado que el conocimiento que producen es efectivamente acumulativo y progresivo, y la celeridad y precisión en el tráfico de dicho conocimiento ayuda al progreso de la ciencia. Por supuesto, puede producirse un alto volumen de conocimiento científico poco útil o redundante que entorpezca esta comunicación, y por lo mismo son relevantes los filtros de publicación.

Esa unidad epistemológica efectivamente no existe en el caso de las ciencias sociales y las humanidades. Lo que hay son comunidades altamente fragmentadas operando bajo supuestos y tradiciones distintas, y produciendo un conocimiento necesariamente sesgado, al remitir al plano del sentido. Hay niveles de formalización, por cierto: la economía (más que ninguna otra, aunque ya autonomizada de las ciencias sociales y jurídicas), la dogmática jurídica y la filosofía analítica, por poner ejemplos, han logrado estabilizar y estandarizar lo suficiente sus métodos y su lenguaje como para sustentar comunidades de investigadores que se entienden entre sí incluso si están en desacuerdo respecto a lo que están diciendo. Eso es menos probable en otros casos: mucho de la investigación sobre “movimientos sociales”, “movimientos indígenas/ indigenistas”, “movimientos ecologistas” o “movimientos feministas”, por ejemplo, son estudios activistas. La investigación-acción activista es defendida exactamente en esos términos por muchos de sus promotores, aunque otros académicos hacen lo mismo pero no la llaman por su nombre. Estas áreas no pueden sostener grandes disensos en su interior, pues entienden el progreso de su “ciencia” como el progreso de su causa. Quien ponga en duda la causa no puede ser parte de la comunidad. Entre estos dos extremos tenemos un amplio abanico de posibilidades. Las ideas de “impacto” y de “revisión de pares”, por cierto, deben ser observadas de cerca bajo estas condiciones: claramente no significan lo mismo que en las ciencias naturales.

Este hecho, el de la alta dispersión y fragmentación de las ciencias sociales y las humanidades, es evidente si uno revisa los índices de citas de las revistas Q1 destacadas por la profesora Larraín. Basta ir al SCImago Journal Rank (SJR) que ordena las revistas según la frecuencia promedio con que los artículos que aparecen en ellas son citados (en un plazo de 3 años) para ver que de las primeras 50 revistas en el índice, que van desde sobre 100 citas promedio a 12.3, no hay ninguna de ciencias sociales y humanidades (notablemente, hay 7 de economía). La primera revista de estas áreas en aparecer es el “Journal of Psychological Science in the Public Interest”, en el lugar 77 con 9.8 citas promedio. La siguiente publicación de estas áreas también es de psicología (Psychological Bulletin) y lo hace en el lugar 110 con 8.4. Todas las mejores revistas del mundo de sociología y ciencia política tienen citas promedio por debajo de 6. La gran mayoría por debajo de 4. En “Estudios culturales”, casi todo es por debajo de 2. En “Literatura” todo es por debajo de 1.6. Y así. Por lo demás, como ya señalé, estos son promedios: si uno mira la distribución de las citas notará que hay muchos artículos publicados en estas revistas top que nunca son citados, y que el número de ellos en revistas de ciencias sociales y humanidades es notablemente alto. Y estas son las revistas Q1, lo mejor de lo mejor de acuerdo a la profesora Larraín, donde se publican nada más que alrededor del 30% de los papers producidos en universidades chilenas.

Esto no significa, por supuesto, que casi todo lo producido en las ciencias sociales y humanidades sea inútil o de mala calidad. Como ya dije, el régimen de las revistas científicas fue impuesto principalmente por razones de estandarización industrial de la academia sobre áreas del saber que tradicionalmente habían operado en base a libros y ensayos. Es un hecho conocido que John Rawls obtuvo su título de doctor en 1950 y no publicó nada hasta 1971, cuando aparece “A Theory of Justice” –uno de los libros más influyentes del siglo XX. René Girard, por su parte, publicó un solo paper en toda su vida, al llegar a Estados Unidos. En sus memorias lo cuenta como un hecho anecdótico que nunca más quiso repetir. La lista de casos análogos es enorme y se puede aderezar con varios ejemplos chilenos. Mario Góngora, sin ir más lejos, publica su famoso “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX” en 1981 en “Editores La Ciudad” (cero “revisión de pares”). Estamos en terrenos donde son muchas las tradiciones, y muy variadas las escuelas, sus objetivos y sus métodos.

Ahora bien, lo expuesto sí implica que es mucho más fácil pasar activismo –propaganda u otro tipo de comunicación con fines manipulativos- por ciencia en estas áreas del conocimiento. El activismo se distingue de la ciencia en que no tiene un compromiso con la búsqueda de certezas, sino con el avance de una agenda: valora las formulaciones en función de su utilidad a la causa y no de su valor de verdad. Esto hace plausible la advertencia de Oreskes: “aquello presentado como conocimiento científico puede juzgarse desde afuera considerando qué tan diversa y abierta a la crítica es la comunidad que lo produce”. En el caso chileno, durante el estallido social y los meses y procesos constitucionales que siguieron fue muy interesante observar, a través de cartas colectivas (que permitían identificar internamente a los pocos no firmantes como sospechosos) y opiniones en redes sociales y la prensa, la casi nula diversidad política existente en la mayoría de las facultades de ciencias sociales y humanidades del país (con independencia de los proyectos institucionales declarados por sus universidades). Quedó al desnudo una academia altamente militante, acostumbrada a una cámara de eco y comprometida con los activismos agrupados en la izquierda política, además de dada a lidiar con el disenso demasiadas veces mediante la descalificación personal y el acoso laboral (cada vez que afirmo esto en público me llegan mensajes de profesores universitarios que se ven apartados y matoneados por sus pares). Y quedó también claro que esta academia controla y acapara la mayor parte de los recursos públicos destinados a éstas áreas.

Este desbalance político, que por cierto daña la credibilidad de éstas áreas del saber y permite su instrumentalización por nichos activistas, puede producirse por diversos factores. Uno importante es la afinidad electiva entre personas de izquierda y el tipo de carreras en discusión. Sin embargo, si se toma conciencia de ese sesgo, según los consejos de Oreskes, lo lógico sería intentar hacerlo visible y tratar de corregirlo. En mi caso, que soy menos idealista, me contento con hacerlo visible para tener siempre presente, al momento de evaluar, escuchar y financiar la academia en estas áreas, que no se está frente a campos análogos a las ciencias exactas, sino a una realidad mucho más compleja, muy rica también, pero que no puede reclamar ni la objetividad ni la autoridad de otras áreas de la academia. Y es comprensible y sano que no pueda, pues el fenómeno humano –animal simbólico que opera siempre en el plano del sentido- no exhibe la regularidad ni la predictibilidad de los objetos de estudio de la ciencia exacta, a los que, en cambio, se adecúa particularmente bien el método científico.

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