Columna de Pablo Ortúzar: Contra lo ficcioso
El nivel de irracionalidad alcanzado en la evaluación de las elecciones estadounidenses por parte de muchos académicos, periodistas, políticos e intelectuales públicos progresistas en el ámbito chileno es preocupante. Tratan el suceso democrático como si se tratara de un golpe de Estado perpetrado por algún tirano fanático y sanguinario. Varios invierten no poco tiempo en redes sociales expresando que sienten miedo, que no se sienten seguros, que creen estar en peligro. Se muestran así arrastrados hacia un mundo de fantasía política donde las cosas son extremadamente claras, todo es obvio y lo único que queda es expresar esa obviedad con la mayor energía posible. Como en algunos cultos religiosos, se van contagiando de ansiedad mientras “comparten el sentir” y sus proclamas escalan hasta cumbres absurdas, desacoplándose casi totalmente el lenguaje de la realidad.
Este ánimo que podríamos llamar “ficcioso”, al ser tan faccioso como ficticio, ya lo vimos antes. Era la carta de presentación del octubrismo: Piñera, decían, era un dictador sanguinario a la cabeza de un régimen dedicado a la violación sistemática de derechos humanos. Carabineros, según esta gente, arrojaba soda cáustica a los manifestantes, torturaba en Baquedano, desaparecía manifestantes. Ellos gritaban su Rut al ser detenidos. Todos se sentían personajes interpretables o interpretados por Mariana di Girólamo, pero tenían mucho más en común con la actriz que con cualquiera de esos personajes. Inflación del lenguaje, desmesura de los símbolos.
Esta hubris, por cierto, no es exclusiva de las izquierdas. Sólo se hace más evidente en su caso porque la mayoría de quienes participan de la academia y la discusión pública militan en ese campo. Pero hay sectores de la derecha que llevan bastante tiempo, desde el triunfo del Rechazo, cultivando su propio ánimo ficcioso. Los que se sienten “derecha de verdad” y creen que lo que ha faltado todo este tiempo es ánimo de golpear la mesa y dictarle a la gente “cómo en verdad son las cosas”. En ese mundo se celebró sin reparos el triunfo de Trump, cuyo nacionalismo económico dañará muy probablemente a Chile, como si hubieran ganado el Mundial.
En el caso de Estados Unidos, es evidente que las opciones que estaban en disputa reflejan un grado importante de decadencia política. Pero la principal razón para afirmar aquello es justamente su incapacidad para encarnar visiones del bien común que trascendieran “la grieta”, la división facciosa enfermiza que divide a los norteamericanos y erosiona su cultura democrática. Luego, es problemático que quienes están llamados a analizar y ponderar los sucesos simplemente se sumen a los discursos desquiciados empujados durante la campaña por ambas facciones.
No hay que ser timorato o un centrista fanático para encarnar esta preocupación. La realidad no tiene color político, y saber distinguirla de las martingalas campañeras es fundamental para que la quilla del debate democrático siga en su lugar. Perder la convicción de que habitamos el mismo mundo que las personas que opinan distinto a nosotros es parecido a entregarnos a la locura. No es ser cobarde, sino lo contrario, negarse a que los miedos, los prejuicios y el deseo sacrificial tomen control de nuestra cognición y conducta. No es más “verdadera” la versión de una ideología política que ha perdido interés y contacto con la realidad.
Las últimas elecciones chilenas nos encaminaron en una dirección mejor que la de Estados Unidos, ganara quien ganara allá. Para desánimo de gran parte de las élites chilenas, enfrascadas en una intensa lucha interna, sus más duros caballitos de batalla resultaron derrotados. Y ganaron liderazgos sostenidos en discursos más bien anclados en la realidad y en el bien común que en el miedo. Va quedando claro que el “Bukele chileno” que muchos dicen estar esperando sería antes chileno que Bukele. Las formas e ideales de la vieja república, a diferencia de lo que está pasando en Norteamérica, parecen resistir en Chile, lo que no es poco dados los últimos cinco años que hemos vivido.
Se requiere un gran esfuerzo de la razón y del espíritu para ver en el adversario a un igual. Pero sin ese esfuerzo, no hay democracia.
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