Columna de Pablo Ortúzar: ¿Cuál democracia?
Vivimos en una república democrática, pero rara vez nos detenemos a pensar lo que eso significa. Nuestra noción más básica de la democracia es la de un régimen en que manda la mayoría. Esta noción a veces se mezcla con la fantasmagórica idea de la soberanía popular para dar como resultado la tesis de que la democracia sería una forma de gobierno donde la mayoría tiene un poder absoluto para decidir sobre los asuntos comunes. El dicho popular “democracia hubo en Grecia no más” apunta en esa dirección: en Atenas la mayoría de los ciudadanos podía decidir sobre la guerra y la paz, así como sobre la vida y la muerte de los propios miembros de la polis. Y no sólo eso, sino que las decisiones se tomaban con la participación directa de cada uno de los ciudadanos. Sócrates es la víctima más famosa de ese sistema.
Nuestro orden democrático difiere claramente respecto del ateniense: elegimos representantes que, en teoría, encarnan la voluntad de amplios sectores del electorado. Y los limites de la decisión mayoritaria se encuentran mucho más constreñidos: el ámbito de aquello indisponible por parte de la autoridad política es mucho más amplio que en la polis. La voluntad mayoritaria revienta contra un muro de libertades y derechos individuales y colectivos. Y la esfera de lo privado tiene un poder y una autonomía que jamás fue conocida en el mundo clásico. Por otro lado, la ciudadanía es notablemente más amplia que en Grecia: casi todo mayor de edad es titular del total de los derechos ciudadanos.
¿Es peor nuestro sistema? Por de pronto, tiene claras ventajas en términos de la extensión de su capacidad administrativa. Las unidades políticas del mundo antiguo nunca alcanzaron la extensión de la mayoría de los países modernos sino bajo la forma imperial. Es una virtud de la democracia representativa permitir la articulación de grandes zonas bajo una voluntad democrática. Y la extensión de una unidad administrativa sin duda repercute en su acceso a recursos y en el desarrollo de distintas capacidades culturales, políticas y económicas.
Pero hay más: nuestros sistemas democráticos son menos propensos a la guerra civil porque, gracias a sus balances y contrapesos, operan como tecnologías de descubrimiento. Los bandos están obligados a colaborar entre sí para tratar de hacer avanzar sus agendas, y ese proceso hace visibles los propios errores y puntos ciegos de esas agendas. La competencia política, bien organizada y bien llevada, mejora la capacidad reflexiva de los partidos políticos que luchan por los cargos de poder. Esta obligación de colaborar, además, mantiene a todos comprometidos con el funcionamiento del sistema político. Es clave, para evitar el conflicto abierto, que nadie pueda llegar al poder y patear la escalera. Por esto mismo se equivocan quienes sugieren que la mejor forma democrática es aquella donde la mayoría política contingente puede llevar adelante el programa que quiera, bajo el supuesto de que el bando opositor podrá hacer lo mismo si gana en algún otro momento. Esa visión de la democracia borra su aspecto colaborativo, dejando sólo el agonístico, y conduce con mayor facilidad hacia la desafección y el conflicto total.
Por último, la configuración de una amplia esfera privada es una gran ventaja y no un defecto de las democracias modernas. Las formas institucionales alternativas a las del Estado (mercado, sociedad civil) permiten liberar enormes cantidades de energía y capacidades sociales, así como expandir la capacidad instalada del sistema general. Los países donde la forma estatal es la única disponible para encauzar las energías sociales son más pobres y autoritarios.
Organizar mejor nuestra democracia como una tecnología de descubrimiento colaborativo es, creo yo, uno de los grandes desafíos del proceso constituyente en curso. Esta visión de la democracia orientada al consenso inteligente es la más compatible con la pretensión popular de mantener lo probado bueno y cambiar progresivamente lo que no funciona. El desafío es lograr un diseño que mantenga a raya los males del consenso forzado de la transición, donde nadie se hacía muy responsable de las decisiones resultantes, ni parecía aprender de ellas.