Columna de Pablo Ortúzar: El derecho a comprender
Escribo esto poco después de enterarme de la intempestiva muerte de Juan Manuel Vial. Duele saber que su buen humor y mejor corazón no andarán ya por los caminos de este mundo. Chile pierde en él, además, a uno de sus mejores lectores. Un alma culta, entregada sin alarde a la escritura, traducción, comentario y lectura de columnas, artículos y libros. Un crítico cuya notable ironía, que pocas veces tenía por fin dañar, nos recordaba siempre que nada en esta vida es para tanto, y que bien podemos reírnos de nuestra precaria situación existencial. Un privilegiado, en fin, que tuvo el mérito enorme de entregarle sus muchos talentos a la rigurosa contemplación y cultivo de la belleza.
Cuando pienso en el país que me gustaría dejarles a los que vengan, querría que fuera más como Juan Manuel Vial. Un país más culto, contemplativo, cariñoso y tranquilo, que viviera a un ritmo adecuado para apreciar la maravilla que nos rodea. Que recorriera asombrado tanto su historia como su geografía, sin degradarlas. Un Chile lector, comprometido con lo bello, que hubiera vencido el feísmo y el imbunchismo, y que cambiara el crudo sarcasmo por la ironía. Y sé que ese país soñado comienza por la lectura. Que así como Chesterton iniciaba su análisis de lo que estaba mal en el mundo desde el pelo de una niña, nosotros podemos comenzar el nuestro por la comprensión lectora.
Lamentablemente, el libro tiene más prestigio que uso en nuestras tierras. Como objeto sagrado, se le venera de lejos. Aprendimos hace varias generaciones a repetir que la educación es muy valiosa, pero no a valorarla. La pandemia, entre otras verdades terribles, aclaró que estamos dispuestos a desgarrar el alma con tal de salvar el cuerpo. Ni el mínimo riesgo sanitario nos parece justificado por mantener la civilización andando. No se nos ocurriría esperar de los equipos docentes la misma entrega que de los equipos médicos, pues derechamente no creemos que la educación sea igual de importante que la salud física. “Hay que estar vivo para estudiar”, retrucan los sagaces, exagerando un riesgo y minimizando otro, como si la infancia pudiera congelarse dos años sin secuelas terribles.
Los datos sobre analfabetismo funcional son contundentes. El 80% de los chilenos apenas entiende lo que lee. Un porcentaje similar no logra manejar la aritmética básica. Eso significa que casi todo el patrimonio cultural de la humanidad, todo lo que supera un cierto nivel de abstracción, les resulta ajeno. ¿A qué tipo de desarrollo podemos aspirar con esas cifras? ¿Qué “mayor complejidad” puede tener una economía iletrada? ¿Cómo aspirar a una mayor calidad de vida en esas condiciones?
La idea de la presidenta Elisa Loncón de crear una biblioteca para la Convención Constitucional (que bien podría llevar el nombre de Vial) quizás sirva para que sus miembros reflexionen sobre la situación de la lectura en Chile y su relación con nuestro desafío democrático. ¿No debería ser un derecho fundamental terminar la educación básica entendiendo lo que se lee y manejando los rudimentos aritméticos? ¿Qué tendría que cambiar para lograrlo? ¿Qué deberes tendríamos que asumir los hombres y mujeres de este tiempo para construir ese legado?
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