Columna de Pablo Ortúzar: El pan de cada día



Chile no sometió la Araucanía en el siglo XIX por capricho oligárquico, sino por razones principalmente económicas: el precio mundial del trigo no paraba de subir y las explotaciones mineras del norte, adquiridas también por las armas, requerían alimento. Era un gran negocio y también una necesidad estratégica poner a producir esas tierras. Y la forma de lograrlo fue muy chilena: la coerción inmoral de quienes las habitaban. Por la razón de la fuerza. El desarrollo ferroviario del sur, que luego inspiraría poemas de Jorge Teillier y un hit de Los Prisioneros, fue para mover trigo al norte.

Los amigos de la venganza, eso sí, pueden regocijarse en que, cien años después de la invasión militar de la Araucanía, muchos descendientes de la clase dirigente capitalina sufrieron el despojo en carne propia, cuando la reforma agraria se salió de madre. Reforma cuya excusa, una vez más, era económica: había que poner a producir esas tierras para alimentar a la creciente población urbana y también para detener la migración campo-ciudad que la hacía crecer sin control.

Avanzamos otros 50 años y llegamos al presente. Chile cuenta hoy con una agroindustria potente, pero presionada por múltiples factores. El cambio climático es uno muy importante. La “sequía” es, en realidad, nuestro nuevo clima. Lo vimos ocurrir. Y, aunque puede haber casos de “saqueo”, corretear agricultores no devolverá la nieve a la cordillera. De hecho, será la inversión privada en pozos profundos y técnicas avanzadas de cultivo quizás la única esperanza para muchas localidades cuyos ríos no volverán. Ojalá la izquierda recordara que todo problema de distribución es también uno de producción.

Hablemos entonces del trigo: importamos la mitad del que consumimos. Y casi todo el que producimos viene de La Araucanía y el Biobío. Dado el descalabro mundial actual en su precio, por la invasión a Ucrania y la ola de calor en la India y Pakistán, bien podríamos aumentar las hectáreas cultivadas, junto con expandir el cultivo de canola para aceite vegetal. Pero todo esto es imposible en el actual escenario de ataques terroristas y crimen descontrolado en la Macrozona Sur. Muchas cosechas dependieron este verano de la presencia militar, ahora retirada, para evitar incendios, robos o extorsiones. Este grave problema de seguridad interior se está convirtiendo, ante nuestros ojos, en uno de seguridad alimentaria.

¿Le importa esto a alguien? A la Convención Constitucional, por lo pronto, no. Están muy ocupados en sus planes para entregar más tierras “ancestrales” a las comunidades indígenas, incluyendo aquellas con las que nunca hubo problema (¿cuál es la “deuda histórica”, por ejemplo, con los changos?). Se acaba de aprobar en el pleno una normativa que promueve ampliar el traspaso de tierras a la improductividad ancestral, amenazando directamente con agravar la situación ya descrita. ¿Cuál es la lógica de que el Estado invierta millones de dólares en dañar su propia capacidad económica? ¿No se enfrentan las crisis utilizando mejor, en vez de peor, los recursos disponibles?

Los traspasos de tierras, más allá de promover el rentismo étnico y financiar a sus múltiples gestores y mediadores, no se han mostrado eficaces como método de reparación. Baste señalar que Temucuicui controla hoy un territorio mayor al que reclamaban originalmente, y sólo ha significado más conflicto. Además, pretender que estas culturas desparecen si dejan de estar atadas a modos de producción primitivos es tan racista como irracional. ¿Los vascos que ya no pastorean cabras por los cerros dejaron de ser vascos?

Por último, los más interesados en amplias áreas fuera de todo control estatal, antes que cualquier “pueblo ancestral”, son los miembros del crimen organizado. Es lo que vemos en algunos “territorios recuperados” en torno a los cuales el terrorismo etnonacionalista crece a la par con el tráfico de armas y drogas. ¿Cómo no va a existir una mejor política de reparación, compatible con los intereses estratégicos de Chile?

En suma: la crisis climática mundial nos exige, como país, anticipación e inteligencia para adaptarnos, aprovechar nuestras ventajas agroindustriales y asegurar nuestros suministros. Y toda medida de reparación indígena debería ir en línea con estos objetivos. Sin embargo, la caprichosa moda intelectual y política que domina la Convención -y quizás el gobierno- no muestra interés en ello. Al activismo identitario -embriagado en abstracciones- no le importa el precio del pan.