Columna de Pablo Ortúzar: El retorno de los perseguidores
La Comisión de Derechos Fundamentales de la Convención -dominada, como todas, por la extrema izquierda- aprobó hace poco el aborto libre y el suicidio asistido en nombre de la libertad individual ilimitada, pero rechazó la objeción de conciencia individual e institucional. Esta contradicción se inscribe en una larga lucha del progresismo chileno contra la autonomía de la sociedad civil, y específicamente contra las instituciones cristianas. En este caso, eso sí, la tensión escala otro nivel al perseguir personas, con el efecto de expulsar médicos del sistema estatal.
Esta persecución, por otro lado, tiene la honestidad de reconocer que la objeción institucional emana naturalmente de la objeción de conciencia individual. Agustín Squella, en los tiempos en que capitaneaba el sarcasmo chilensis en vez de sufrirlo, intentó cercenar dicho vínculo aduciendo que la objeción institucional era un antropomorfismo ridículo, dado que las instituciones no pueden tener conciencia, porque no tienen mente como los individuos.
Contra esto, valía aclarar que se habla de conciencia por analogía, tal como en el caso de la personalidad jurídica. El linaje contemporáneo de este esfuerzo incluye a juristas como Gierke y Maitland. Es cierto que las instituciones no tienen conciencia, así como no tienen domicilio en sentido estricto. No hay un señor Canal 13 que viva en Inés Matte Urrejola 0848. Pero organizar su responsabilidad legal a partir del marco conceptual de los atributos de la personalidad resulta provechoso para el tráfico jurídico y económico. Tanto, que una de las causas hoy de moda en el mundo progresista es aplicar el derecho penal -el personalísimo- a las corporaciones.
La analogía equivale aquí a la conciencia individual y la misión institucional. Toda institución es creada bajo cierta inspiración vinculada a sus fines. En el caso de las instituciones cristianas, dicha inspiración incluye un cierto magisterio que considera el aborto (así como la “eutanasia”) una injusticia gravísima. Luego, no podría llevar adelante dicha práctica sin dañar su razón de ser. Tal como en el caso de la conciencia personal, estamos frente a un acto que implica, desde el punto de vista de la institución, una degradación.
El complemento a esta objeción era que no puede ser que las organizaciones decidan qué leyes cumplir y cuáles no. Se hacía analogía con los impuestos. Sin embargo, nadie, ni el libertario más ortodoxo, plantea que pagar impuestos sea una injusticia gravísima que daña y altera su ser. Es distinto cuando se involucran vidas humanas, y en ello se sostiene la objeción individual, base de la institucional.
Finalmente, quedaba la carta maestra: “No con dinero público”. La jugada aquí era exigir a las instituciones cristianas que reciban fondos estatales que practiquen abortos bajo la amenaza de cortarles todo financiamiento si no lo hacen. Contra esto hay dos objeciones. La primera es que muchos centros médicos estatales no están en condiciones de entregar dicha prestación, por no contar con los equipos necesarios o porque todos los médicos que podrían realizarlas son objetores. Luego, en la práctica, el Estado financia muchas instituciones que no incluyen en su catálogo de prestaciones el aborto. Las instituciones cristianas simplemente se sumarían a esa lista. La otra objeción, también práctica, es que no hay dinero fiscal involucrado en la no realización de una prestación. Dicho dinero financia las prestaciones realizadas, de provecho público.
Agotado todo lo demás, subsistía el alegato genérico de que “Chile tiene un Estado laico” o “la Iglesia está separada del Estado”, asumiendo que dichas nociones corrían peligro. Pero resulta lo contrario: es porque el Estado es laico y está separado de las iglesias que es necesario preguntarse cómo resulta justo y provechoso que se relacionen dichas instituciones, respetando las diferencias involucradas. Curiosamente, así, lo que el progresismo está presto a reconocer hasta la exageración a grupos indígenas, se lo niega con vehemencia a los religiosos.
Tras esta discriminación podía intuirse que muchos progresistas piensan que Chile, descontados los “pueblos originarios”, debe ser una unidad teológico-política total. Absolutismo que ahora sus primos exaltados explicitan al impulsar una persecución de disidentes motivada por pura ideología, dado que en ningún caso la expulsión de médicos e instituciones del sistema estatal tendrá por efecto “asegurar los derechos” a los que apelan los perseguidores.