Columna de Pablo Ortúzar: El Tren de Colina II
“El Tren de Aragua es el resultado de las políticas de mano dura”. Así se titula la entrevista publicada en el sitio Tercera Dosis que el politólogo Juan Pablo Luna y el periodista Juan Andrés Guzmán hicieron a Verónica Zubillaga, especialista venezolana en crimen organizado, que es parte del claustro de Sociología de la Universidad Católica Andrés Bello, además de profesora visitante en prestigiosas universidades de Estados Unidos. A lo largo del texto, la académica intenta convencer al lector de que hay un nivel -el de la violencia extrema contra las bandas criminales- en que Bukele y Maduro son lo mismo, y es probable que obtengan similares resultados.
¿Qué resultados? Su tesis, a partir del caso venezolano, es que la política de redoblar la violencia estatal contra pandillas delictivas y escalar el encarcelamiento de sus miembros las hace más violentas, mejor organizadas y más resistentes. Y que la cárcel opera en este esquema más como una fortaleza o cuartel criminal pagado por los contribuyentes que como un castigo efectivo o un espacio de rehabilitación.
Las causalidades propuestas por Zubillaga parecen, a ratos, antojadizas. Por ejemplo, las maras salvadoreñas ya eran altamente peligrosas y organizadas antes de que Bukele iniciara su política represiva. Y no es claro que las nuevas cárceles construidas por el Estado salvadoreño generen condiciones favorables como para que los internos las utilicen como bastión, así como el Tren de Aragua hizo con la prisión de Tocorón. El paralelo, entonces, parece forzado, y cuesta concluir a partir de él que toda política represiva obtendrá siempre los mismos resultados.
Sin embargo, los puntos de la académica contienen advertencias valiosas: aumentar el nivel de represión estatal, por lógica, tiene la capacidad de hacer todavía más duros y mejor organizados a los criminales dispuestos a seguir en el giro. Esto es un riesgo que debe ser considerado. Y luego, tener cárceles juleras, sobrepobladas, con presos altamente mezclados y donde los gendarmes son casi una víctima más, convierte esos espacios penitenciarios en fortines del crimen, donde el público les termina pagando los servicios básicos y la seguridad a las bandas criminales que se hacen con el control de ellos.
Entiendo que el objetivo de la profesora Zubillaga era advertir en contra de las políticas estatales altamente violentas y represivas. Sin embargo, en un giro “Pequeña Lisa”, creo que su entrevista más bien nos previene en contra de un mal diseño de estas políticas, que contra usarlas en general. Muestra los altos costos de no estar a la altura del conflicto que se busca desatar contra el crimen organizado, pero no llega a justificar que siempre sea mala idea dar esa pelea.
En el caso chileno, donde últimamente todos nos hemos envalentonado retóricamente respecto de la necesidad de escalar la batalla contra las bandas criminales, es crucial tener en cuenta las advertencias señaladas. Si esto se va a hacer, se tiene que hacer bien y no al voleo. En primer lugar, “correr bala” no es la consigna de un Estado poderoso, sino de uno acorralado, que se pone al mismo nivel de las bandas criminales. La forma de aplastar a estos grupos tiene que recurrir no sólo a la violencia física, sino principalmente a la inteligencia en todos sus sentidos (información y sagacidad): hay que acorralar su modelo de negocios y no sólo los empleados que van rellenando los cargos disponibles.
En cuanto a las cárceles, si el Estado chileno quiere ponerse duro, es necesario ampliar, mejorar y racionalizar lo que tenemos hoy. Casi todas las cáceles en Chile son potenciales Tocorones. Ya vimos lo que pasó en Ecuador. Invertir más en cárceles mejores no significa hacerles la vida más fácil a los presos, sino tener efectivamente control sobre sus vidas. Sin esto, todo el dinero que se invierta es perdido. O peor, termina trabajando a favor de los delincuentes. Por lo mismo, cada vez que un político le hable en tono Harry el Sucio, pregúntenle cuál es su política carcelaria y cuánto cuesta. Si no tiene nada que decir, su parada es igual de ridícula, aunque sea menos histriónica, que la del “Comisario Rivas”, flamante vicepresidente de la Cámara.
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