Columna de Pablo Ortúzar: La autoridad de la Iglesia
La Iglesia Católica se encuentra en un decidido esfuerzo por recuperar voz y presencia en el espacio público chileno, luego de años de penitente silencio, siguiendo la serie de abusos y brutalidades cometidas por miembros del clero que se hicieron conocidas durante la década pasada. La punta de lanza en este retorno han sido las intervenciones del nuevo arzobispo de Santiago, Fernando Chomalí, siendo la última entre ellas un fuerte cruce en junio de este año con la ministra Antonia Orellana, producto del anuncio presidencial de buscar avanzar hacia el aborto libre y el suicidio asistido legal. El gobierno se concentró en descalificar a la persona de Chomalí, pero nunca abordó los argumentos ofrecidos.
En paralelo a este episodio, otra voz eclesiástica, la de la Conferencia Episcopal -órgano que reúne a todos los obispos de Chile-, intentó hacerse un espacio en el debate migratorio mediante un documento titulado “Fui forastero y me recibieron: una mirada cristiana a la migración”. El impacto de dicho texto en el debate público, eso sí, fue muy limitado, probablemente porque su tono promigrante dialoga mal con el clima electoral instalado en el país, y también debido a que la “nueva izquierda”, afín a esas posturas, ve con gran distancia y desconfianza a la Iglesia.
Ahora bien, en lo que se refiere al texto mismo, su lectura efectivamente es desafiante e interesante, por lo que no se debería dejar pasar la oportunidad de leerlo y reflexionar a partir de él. Su apartado más débil, lamentablemente, es el primero, donde se intenta caracterizar el fenómeno migratorio, pero siempre en un tono que parece dar a entender que el malestar nacional respecto a él se explica principalmente por prejuicios e ignorancia, sin ahondar mucho ni muy seriamente en los motivos de ese desencuentro. Hay un prejuicio respecto de una supuesta posición chilena antimigrante que los mismos datos expuestos tienden a desmentir. Y luego, una serie de recomendaciones de política pública bien intencionadas, pero no muy bien justificadas. La sociología del fenómeno contenida en el documento, entonces, termina siendo poco clara, y conduce a propuestas que suenan razonables, pero están frágilmente sustentadas. En particular, el fenómeno criminal asociado a la migración -tanto las bandas que trafican y explotan migrantes como los grupos criminales extranjeros que han penetrado el territorio chileno- es tocado muy superficialmente, y la legitimidad y necesidad de que la autoridad política intervenga de manera decidida contra los criminales no aparece. Mucho Gálatas 3 y poco Romanos 13.
Esta debilidad cambia en el segundo apartado del texto, que entrega orientaciones éticas y espirituales respecto de la migración a partir de la enseñanza bíblica. Ahí el texto es claro y autoritativo. Desde la tradición judía contenida en el Antiguo Testamento el mandato divino es consistente: hay un deber de caridad con el extranjero. Y hay un importante grado de identidad con él: los cristianos son peregrinos en este mundo, y su primera ciudadanía es espiritual y universal, lo que no niega la pertenencia nacional y local, pero la relativiza. El valor de la mediación nacional no es negado, pero es acotado. Y al desafío de encontrarse con el otro en Cristo, acaso discutiblemente, se le llama “multiculturalidad”.
El contraste en la calidad y profundidad de los apartados del texto episcopal recuerda el hecho de que la Iglesia convoca mucha mayor autoridad cuando se expresa en un registro espiritual -que no por eso es vago, distante o carente de consecuencias prácticas- que en el de las políticas públicas o la sociología. Esto, porque no es una ONG, sino una comunidad de salvación unida por la eucaristía y llamada a ser el vehículo de redención -y “hospital de campaña”- de la humanidad. Una lección que debería formar parte de la evaluación católica de la crisis de las últimas décadas, que no sólo involucra abusos de distinta naturaleza, sino cierta pérdida de orientación en cuanto a la vocación y medios de la autoridad espiritual, tal como advirtió muy lúcidamente William Cavanaugh hace años en su brillante libro Tortura y eucaristía, nacido de su experiencia en Chile durante la dictadura.
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