Columna de Pablo Ortúzar: La derechita cobarde

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Hubo un tiempo, no tan lejano, en que el avance de la nueva izquierda hoy enredada en el gobierno parecía imparable. Lo iban a cambiar todo, todo lo iban a cambiar. Los viejos tenían que irse para la casa, pues los jovencitos prístinos todavía conservados en su empaque original universitario tenían otros estándares morales. La historia, por fin, había dado el gran salto, después de años de neoliberalismo transicional con rostro humano. No más medias tintas, no más acuerdos, no más Concertación. Ni hablar de la derecha: debía desaparecer, molida en las ruedas del imparable progreso histórico.

En la época de radiante juventud de Jackson, Vallejo y Boric, todos los problemas del país les parecían fáciles de solucionar. No faltaban remedios, sino convicción para aplicarlos. Todos los demás eran cobardes, mediocres y corruptos. Ellos no. Ellos poseían una belleza de alma y una virtud implacables. Si los dejaban, arreglarían Chile en un santiamén. El neoliberalismo sería devuelto al círculo del infierno de donde salió, y todos viviríamos apaparruchados hasta el final de los días por un Estado tutelar que velaría por nuestras necesidades. Libre, gratuito y de calidad. Y con fronteras abiertas, porque nadie es ilegal. Un nuevo cielo y una nueva tierra.

Cuando el desfile salvaje del Frente Amplio pasó frente a la Concertación, lo que quedaba de ella le agachó patéticamente el moño. Demasiados cuarentones y cincuentones querían un lugarcito, por modesto que fuera, entre los jóvenes bellos y buenos. Se dejaron humillar porque ya no creían en su propio proyecto. Tanta moderación, tanta negociación, tanto tecnócrata, cuando la vida estaba en otra parte. Los 30 años de mayor avance económico y social de la historia de Chile fueron dejados escupir por los herederos de sus gestores.

Fue así que llegamos a octubre de 2019, con los jovencitos radiantes legitimando el violentismo radical, porque era obvio que el viejo mundo tenía que arder tarde o temprano, y preparándose para recibir las llaves de un reino purificado por las llamas. La nueva Constitución, escrita por Loncón, Bassa y Atria, sellaría el traspaso permanente del poder a la izquierda valiente.

Pero del desenfreno total, se pasa rápido al otro extremo. A todos les gusta la libertad de hacer lo que se les venga en gana, hasta que notan que, en ese contexto, los fuertes disponen a gusto de los débiles. La ley de la selva no es entretenida para las gacelas. Guitarra en mano, el gobierno de Gabriel Boric canta ahora en su propio velorio. Su proyecto está destruido, sus balas de plata se mostraron de humo. Porque no sabían casi nada es que creían saberlo todo. La cima de la historia en la que pensaban habitar era, en realidad, la cumbrera del monte “Estúpido”. Nada era fácil, y no bastaba con ofrecer el corazón. Se necesitaba, se necesita, mucha más cabeza.

Ahora el péndulo va terminando su trayectoria del octubrismo al antioctubrismo. Las soluciones fáciles y la prédica de la propia superioridad moral se han trasladado al campo de la nueva derecha, empapada de fantasías regresistas tanto como la nueva izquierda. Y aquí vamos de nuevo: no más medias tintas, no más derechita cobarde, no más mano blanda. Falta una voluntad radiante no más. Un alma y un ariete, pero sobre todo y más que nada, un ariete. Mano dura miéchica. No más diálogos, no más acuerdos, no más. Cara al sol con José Antonio y basta.

Y ahora es la centroderecha, que apenas ha comenzado a hacer política en serio, la que teme, como antes la Concertación. Le toca a ella observar el abismo electoral. Y muchos en sus filas miran con hambre algún lugarcito en la comparsa triunfal.

¿Puede aprender algo la centroderecha, en este momento de duda, de lo que ocurrió al otro lado de la cancha? Es claro que sí. Lo primero es que ningún extremo logra desafiar la realidad y ganar por mucho tiempo. Lo segundo es que más vale aferrarse a diagnósticos e ideas capaces de procesar la realidad. Lo tercero es que la guitarra del poder corta rápido los dedos virginales, por mucha confianza que se tenga el trovador. Siendo esto así, más vale no escuchar cantos de sirena. Después de los saltos pendulares, vendrá de nuevo la política.