Columna de Pablo Ortúzar: La (idiota) vida de los otros



El lenguaje y la posibilidad de falsificar la realidad mediante él nacieron juntos. Las propias palabras tienen textura abierta, expuesta a la manipulación. De hecho, algunas teorías sobre el origen de la religión defienden que la función de los cultos primitivos era fijar distinciones entre significados verdaderos y falsos. Es decir, controlar el contenido de las palabras y, con ellas, la imagen del mundo.

Junto con la emergencia del dinero, otra de las grandes herramientas de coordinación humana, surgió el mismo problema: el dinero falso. La falsificación es tan antigua como las monedas.

De “noticias falsas”, finalmente, la historia de la humanidad está plagada. Rumores, mentiras, exageraciones y documentos falsificados son parte sustantiva de nuestra experiencia terrenal. Constantino nunca donó el Imperio Romano al obispo de Roma y Marilyn Manson tiene todas sus costillas. Nunca hubo armas de destrucción masiva en Irak, Marcó del Pont no era afeminado y bañarse después de comer no aumenta el riesgo de calambres.

¿Por qué, entonces, el escándalo actual respecto de las mentiras mediáticas? Porque los medios virtuales y las redes sociales han desafiado el relativo control que tenían los medios establecidos y los aparatos burocráticos para establecer hechos, lo que abre un complejo flanco a las élites políticas, económicas y académicas. Hay una democratización en la producción de informaciones, y con ello un descontrol respecto de la “moneda falsa” que se pone a circular. Lo vimos con el tema de las vacunas. También con el “centro de torturas” de Plaza Baquedano. Ni hablar de las interferencias maliciosas internacionales, análogas al plan nazi para reventar la economía británica con billetes falsos.

La reacción de las élites amenazadas, sin embargo, ha sido en muchos casos tosca, apanicada y miope. Tal como explica Dylan Selterman en su artículo “Las personas son lo suficientemente inteligentes como para reconocer noticias falsas”, esto ocurre porque con frecuencia se ha partido de la premisa antidemocrática de que “los otros” son idiotas, muy manipulables y necesitados de tutela. Dicho fenómeno es particularmente marcado hoy en el campo progresista, donde ha retornado el absolutismo ilustrado con ínfulas pedagógicas: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Cuadro que la brutal derrota del Apruebo en el plebiscito de salida, aún no procesada ni política ni psicológicamente por parte de la izquierda, agudizó hasta el delirio en nuestro país. No hay prueba alguna de que las noticias falsas decidieran dicha elección, pero el trauma es sordo y es más fácil perseguir al mensajero.

¿Qué pasa si abordamos el problema de las noticias falsas sin asumir que las mayorías son idiotas? El escenario cambia bastante. Primero, obliga a buscar explicaciones no infantiles respecto a por qué circulan dichas noticias. ¿No será por la falsa ilusión generalizada de que el resto es manipulable y uno no? Luego, exige tomarnos en serio el balance entre libertad de prensa y expresión, por un lado, y el control de la información por interés público, por otro. Y, en esa evaluación, dos tendencias deberían ser consideradas: primero, el retorno masivo a los medios tradicionales, que ofrecen responsabilidad editorial y mediación periodística profesional. Y, segundo, el uso de la excusa de perseguir las fake news por parte de liderazgos autoritarios para silenciar a la prensa y a la oposición. Los remedios peores que la enfermedad son quizás más antiguos que las mentiras.

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