Columna de Pablo Ortúzar: La vía ardua
Las elecciones han concluido. Y son ellas mismas un feliz logro: un violento estallido social logró ser reconducido a las urnas. En cuanto a sus resultados, el proceso constituyente ha quedado abierto: es enorme la dispersión de votos. Lo que ocurra con él, de aquí en adelante, depende de los miembros de la comisión. El gran desafío es sentar las bases para un diálogo constructivo. Para ello, quizás lo mejor sería que se dieran tiempo para construir un diagnóstico compartido sobre la situación del país, y luego, desde ahí, debatir remedios constitucionales. La relativamente baja votación, sumada a la crisis de representación política, hace que la responsabilidad de los elegidos sea enorme: de cumplir su rol con diligencia y sobriedad depende que pueda comenzar a restaurarse la confianza en la representación política. Ellos, además, deben sentar las bases de un Estado social capaz de cerrar la brecha entre estructura institucional y estructura social que será el gran proyecto de país para esta generación y la siguiente.
Pero las elecciones dejaron mensajes más específicos. Uno importante es el rechazo casi transversal a la clase política de la transición. Es momento de que “los mismos de siempre” den un paso al costado, ojalá abriendo el camino a rostros nuevos y preparados. No hay nada más difícil que dejar ir, pero hay que hacerlo. Cerrar bien el boliche y misión cumplida. Los años del 90 al 2015 fueron los más prósperos de la historia nacional. Le toca a una nueva generación política lidiar con las consecuencias inesperadas y los callejones oscuros de esa prosperidad.
En esto hay un mensaje clave para la derecha política. La falta de ánimo reformista, la incapacidad de autocrítica y la incomprensión sociológica de la situación de la unidad doméstica de clase media le han pasado una gran cuenta. Todo esto debe ser corregido. El dogma Chicago- Gremialista está, fuera de un par de comunas adineradas, muerto y enterrado. Es la hora de una reforma intelectual que le permita ser arquitecta de un Estado social subsidiario, en vez de guardiana cadavérica del Estado mínimo.
El actual gobierno debe ser entendido, por la propia centroderecha, como el último de la transición. Su legado será simplemente haber cerrado con votos lo que pareció que terminaría en ríos de sangre. Pero no hay más. Lo que venga debe construirse desde fuentes y miradas frescas y diferentes a las que dominaron durante estos aciagos años al Presidente y a su segundo piso. Friedman y Novak deben ceder paso a Ostrom y Ratzinger.
El empresariado, finalmente, tiene en sus manos el desafío de reconstruir su propia legitimidad ya sin subsidio político. Eso, en algún sentido, debería ser liberador: ofrecer honestamente modelos de negocio al escrutinio público, y vivir del legítimo bienestar creado por su funcionamiento.
Cuando uno estudia el derrumbe del Imperio Romano de Occidente, lo más triste es notar que la tradición imperial Romana era incapaz de reconocer una derrota y aprender de ella. Sólo el cristianismo, que veía la providencia divina detrás del castigo del presente, tenía esa virtud. Es hora, entonces, de seguir este segundo camino y aprender, con humildad, del dolor.
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