Columna de Pablo Ortúzar: Macaya tiene razón
Nuestro sistema político se encuentra trabado hace tiempo. Parte del desperfecto tiene origen constitucional, ya que tanto la Constitución de 1980 como la de 2005 mantenían mecanismos de estabilización política cuya combinación tenía efectos excesivos. Quórums supermayoritarios, control previo vía Tribunal Constitucional y sistema electoral binominal, al sumarse, hacían mucho más fácil mantener el orden establecido que cambiarlo. Luego, las fuerzas conservadoras se encontraban en una posición de árbitro de las reformas impulsadas por las fuerzas de cambio.
La estabilidad política producida por este diseño tuvo consecuencias positivas. A ella debemos buena parte del crecimiento de los años 90 y 2000. Sin embargo, también tuvo efectos corruptores. La derecha no tenía incentivos para cumplir de forma reflexiva con el rol de guardianes de la institucionalidad. En vez de eso, vivió un proceso de estancamiento y degradación política e intelectual. La tesis de aguantar la estantería y apretar los dientes hasta alcanzar el “desarrollo” en términos de PIB per cápita premiaba perfiles políticos electoralistas, sumisos y vacíos. Por eso la farandulización de la política comenzó en la derecha.
En el caso de la Concertación, este diseño institucional incentivaba la deshonestidad política. En vez de defender abiertamente y con argumentos los aspectos del orden vigente que consideraban positivos, se dedicaron por décadas a alegar que no podían ir más lejos en las reformas por culpa de la Constitución. Esa deshonestidad mantuvo pegados a autocomplacientes y autoflagelantes: “Usted sabe, compañero, que si de mí dependiera...”. La farsa quedó al descubierto durante Bachelet II, cuando teniendo gobierno y mayoría legislativa fue igual imposible avanzar las reformas supuestamente tan añoradas.
El Frente Amplio, finalmente, es hijo de las promesas falsas de la Concertación, pero no de sus verdades no confesadas. Verdades con las que el Presidente Boric y compañía chocaron a alta velocidad en septiembre. Ahora saben que los 30 años también contienen memorias felices y lecciones valiosas, aunque todavía no tienen claro qué hacer con eso.
Hoy gana terreno una falsa dicotomía entre “hacerse cargo de las necesidades de la gente” y cambiar la Constitución. Es falsa, porque resulta evidente que si no saneamos el sistema político será imposible hacerse cargo de esas necesidades de manera responsable y sustentable. Insistir en dejar el tema constitucional para después es básicamente desear una salida autoritaria que, para peor, probablemente resultaría ineficaz: tenemos problemas de Estado que requieren décadas de esfuerzo sostenido para ser superados.
Por otro lado, los mismos que presionan esta dicotomía señalan que si la reforma constitucional sigue, debería hacerlo en el Congreso, sabiendo que dicha tarea lo anegaría por completo, sacándolo de los problemas contingentes que se supone que son prioritarios. Todo esto al tiempo que insisten en un nuevo plebiscito de entrada, como si no hubiéramos tenido ya suficiente polarización política y caldeamiento de los ánimos.
Una nueva Constitución que, en vez de carta de triunfo facciosa o petitorio de protesta, sea un acuerdo entre las fuerzas políticas democráticas respecto a cómo resolver sus diferencias de manera productiva es un paso fundamental para destrabar y recuperar nuestro sistema político de forma decorosa. Y rehabilitar nuestro sistema político es condición de posibilidad de cualquier prosperidad futura.
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