Columna de Pablo Ortúzar: Maldita Primavera. Vacunas, megaincendios y adaptación al cambio climático

Aton Chile


Simon Schama comienza su libro “Cuerpos extraños: Pandemia, vacunas y la salud de las naciones” (Debate, 2024) recordando uno de los fenómenos que pudimos observar en todo el mundo durante los encierros pandémicos: animales salvajes dando vueltas cerca de las ciudades y adentro de ellas. Se multiplicaban en esos días, en efecto, los videos en redes sociales mostrando todo tipo de animales curiosos rondando en patios y calles, y generalmente eran recibidos con una mezcla de sorpresa y alegría. Pero Schama ve el lado complicado del asunto: la mayoría de esos animales incursionaron en territorio humano durante la pandemia porque sus hábitats están bajo una enorme presión o han sido derechamente destruidos. El cambio climático, que conlleva también trastornos como incendios e inundaciones, es parte de la historia, pero también la expansión de los asentamientos humanos y la agricultura. Y parte de los efectos de esta convivencia estrecha entre el medio salvaje y el medio urbano es un aumento del riesgo zoonótico. Es decir, el aumento del riesgo del intercambio de enfermedades infecciosas entre animales y humanos (y viceversa) producidas por virus, hongos, parásitos o bacterias. Enfermedades tales como el Covid-19, cuyo origen más probable es de dicha naturaleza. O la reciente gripe aviar H5N1 que tiene a todo el mundo que sabe de enfermedades en vilo, dado el inmenso daño que ha producido, hasta ahora, entre animales. Luego de hacer este punto, Schama dedica al resto del libro a una historia del desarrollo de las vacunas y los múltiples desafíos políticos, sociales y religiosos que tuvieron que enfrentar para validarse. Spoiler: la paranoia conspirativa anticavunas, amiga al mismo tiempo de los remedios alternativos más absurdos, es tan antigua como las vacunas. Y se les ha culpado desde el inicio de todo tipo de males sin prueba alguna, tal como ahora con las muertes súbitas de origen cardiaco en personas jóvenes.

Daniel Mathews, por su parte, comienza “Trees in trouble: Wildfires, Infestations, and Climate Change”(Counterpoint, 2020) con un diálogo entre los poetas beatnik Gary Snider y Lew Welch donde el desaparecido Welch afirma que los árboles están de paso, en movimiento. Y luego Mathews explica que es tal cual: los bosques se mueven y cambian de acuerdo a las condiciones ambientales que van encontrando. Y hoy, bajo una gran presión ambiental y humana, esa transformación ha adquirido también un ritmo vertiginoso, muchas veces marcado por los megaincendios forestales, pero también por el azote de diferentes plagas que matan o debilitan a algunas especies arbóreas. Luego Mathews indaga en profundidad en el caso de la costa oeste (Pacífico) de Estados Unidos y muestra cómo los incendios de menor volumen así como el talado selectivo constante de los bosques, combinado con la implantación de especies nuevas mejor adaptadas al nuevo régimen climático, parecen ser la mejor fórmula para enfrentar lo que ya está ocurriendo. Eso, y tomarse en serio tanto la distancia necesaria entre bosques y medios urbanos, como las medidas de construcción que previenen que las edificaciones prendan fuego con facilidad.

Ambos libros, que dialogan armoniosamente entre sí, tratan, finalmente, sobre la unidad de lo vivo y las demandas que esa unidad conlleva para los seres humanos bajo las condiciones actuales. Nos recuerdan que toda historia es, en buena medida, historia natural. Y los graves peligros que conlleva olvidarlo (que es lo que los grupos humanos, porfiadamente, suelen hacer). Constituyen, así, una excelente lectura conjunta para los tiempos que vivimos.

En Chile, durante enero y febrero de este año se registraron importantes incendios forestales en siete regiones del país (Metropolitana, Valparaíso, O’Higgins, Maule, BioBío, Araucanía, Los Lagos). Los hechos más graves, como todos sabemos, ocurrieron en la región de Valparaíso, y en particular en Viña del Mar, donde más de 130 personas perdieron la vida y 16 mil personas resultaron damnificadas, al quemarse alrededor de 7000 viviendas. El fuego, en ese caso, fue iniciado por un pirómano utilizando un método de una simpleza abismante. Pero las condiciones para su propagación no fueron creadas por dicho sujeto. Partes de ellas, por supuesto, eran ambientales: viento, aire seco, calor. Y mucho material orgánico combustible en los cerros. Pero la continuidad entre el bosque y la ciudad había sido creada por tomas ilegales de terrenos que se convirtieron tanto en una trampa mortal para sus habitantes como en un puente para que el fuego se propagara por la ciudad.

Vino el otoño. La campaña de vacunación de los grupos de riesgo contra las enfermedades respiratorias que suelen colapsar el sistema de salud en invierno (influenza, covid-19 y virus sincicial) comenzó el 15 de marzo y debería haber terminado el 15 de mayo. El objetivo era cubrir en ese periodo al 85% de la población objetivo. Pero no hay caso: casi nadie se vacunó en marzo, y los números mejoraron en abril y mayo pero no lo suficiente. Lo peor es que el grupo objetivo para las vacunas de refuerzo contra el Covid-19 es prácticamente el mismo que para la influenza (mayores de 60, enfermos crónicos), pero el número de personas vacunadas con las primeras es notoriamente menor, lo que implica que tiene que haber personas que, contra toda lógica, han optado por hacer el esfuerzo para ponerse una pero no la otra. Al no alcanzar suficiente inmunidad grupal, los servicios médicos comienzan a colapsar, y el daño llega a todos los usuarios. Los que más lo sufren, por cierto, son los que menos medios tienen para enfrentar el invierno en buenas condiciones. Ni hablar de las personas que perdieron su hogar en los incendios del verano y todavía se encuentran en albergues o en viviendas de emergencia con mala aislación térmica.

Este invierno, al igual que el anterior, amenaza con traer episodios de bastante lluvia en lapsos cortos de tiempo. Es una buena noticia para los embalses y para la cordillera que los alimenta. Pero también significa crecidas de ríos y aluviones, que generan dolorosas pérdidas materiales y humanas. Y no sólo eso: también pueden generar escenarios sanitarios complicados, tal como el brote de leptospirosis luego de las brutales inundaciones en Río Grande del Sur, en Brasil, nos ilustra. El riesgo de las pestes esparcidas por mosquitos que se reproducen en aguas estancadas también crece con las inundaciones. Por último, los aluviones y las crecidas mueven y esparcen grandes cantidades de material y escombros, incluyendo cadáveres de animales. Y los damnificados esperando soluciones habitacionales, en albergues, allegados o en alojamientos precarios se suman a los del verano.

Luego vendrá la primavera y el efecto de las lluvias invernales se verá en todo su esplendor: un gran verdor. Es decir, un gran aumento de material orgánico, incluyendo matorrales y pastizales de todo tipo, que se secarán durante el verano y se convertirán, junto con algunos escombros esparcidos por crecidas de ríos y aluviones, en potencial combustible para incendios forestales. En esta época, aprovechando el relativo buen clima, se intensifican también los campamentos, los loteos brujos y las viviendas irregulares en quebradas, que luego serán carne del fuego y de los aluviones.

Y así llegaremos al verano, cruzando los dedos para que no se produzcan escenarios 30-30-30: más de 30 grados centígrados de temperatura, una humedad relativa por debajo de 30% y vientos superiores a 30 kilómetros por hora. Todo mientras no se termina de reubicar a las personas que perdieron sus hogares en los incendios del verano pasado, ni a los afectados por las lluvias torrenciales durante los aluviones y las crecidas del invierno pasado. Y quizás ya otros, o los mismos, han levantado nuevamente estructuras en zonas de alto riesgo, que pueden operar como trampa mortal para sus habitantes y también como puente para el fuego.

¿Se puede romper esta espiral descendente? ¿Podemos introducir algo de anticipación y racionalidad en el curso de nuestras acciones durante el año? Schama y Mathews sin duda aportan ideas valiosas que pueden ir en esa dirección. Algunas quizás están ya en operación en Chile, no lo tengo claro, pero las enumero de todas maneras. Necesitamos campañas de vacunación potentes, informadas y que destaquen no sólo el valor de la protección individual que proveen las vacunas, sino su aporte a la inmunidad común que permite priorizar los escasos recursos de salud en los que de verdad lo necesitan más. Esas campañas tienen que partir junto con marzo, y deben sumar a la sociedad civil. Tenemos buenos índices de vacunación en relación al mundo, pero necesitamos unos que se ajusten a nuestra capacidad de atención bajo presión sanitaria. Debe hacerse, por otro lado, un catastro (probablemente ya existe) de las zonas de riesgo por aluviones, crecidas e incendios y esos espacios deben ser mantenidos despejados a toda costa y sin excusas, buscándose soluciones habitacionales alternativas de ser necesario, pero sin ceder a la mera necesidad que sabemos que pone en riesgo a esas familias y a sus vecinos. Debe invertirse en la tala y los incendios controlados durante todo el año en los bosques que puedan ser preparados de esa forma para evitar megaincendios. Debe también subsidiarse la preparación de los hogares en zonas de riesgo para hacerse resistentes al fuego y térmicamente eficientes (ciertas tecnologías, como los termopaneles, sirven para ambas cosas). Y es necesario estudiar qué especies podrían ser implantadas en ciertas áreas para acelerar y facilitar su transición producto del cambio climático.

Sí, es muchísimo. Y ni siquiera hemos incluido terremotos, tsunamis, aumento del nivel del mar y erupciones volcánicas en la ecuación. Pero el siglo que tenemos por delante es uno donde los países con recursos que no se pongan como objetivo no sólo la protección de la naturaleza, sino la adaptación a los cambios inevitables que ya comienzan a ocurrir, pagarán varias veces su poca previsión.

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