Columna de Pablo Ortúzar: Nada nuevo bajo el sol
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La crisis tenía tres componentes principales. El primero era económico: la situación se había deteriorado profundamente, afectando especialmente a las clases medias y bajas. El segundo era político: la clase dirigente iba de escándalo de corrupción en escándalo de corrupción, encontrándose absolutamente desconectada de las necesidades y los problemas de las mayorías. Y, por último, está el componente ideológico: una obsesión con la pureza y la virtud se había apoderado de la imaginación política de buena parte del país. Todo esto mezclado con un boom comunicacional que hacía mucho más fácil coordinarse, esparcir rumores e informarse a través de medios “alternativos”.
Una vez que estalla la violencia, todos los actos comienzan a inscribirse en una especie de psicodrama épico. Acciones delictivas de baja estofa son idealizadas hasta niveles míticos. Personajes absurdos se vuelven héroes populares. Noticias falsas y mentiras evidentes circulan a toda velocidad como si fueran verdades incuestionables. La turba enardecida actúa con puño de hierro y piel de cristal: todo ofende su dignidad, pero hasta el más horrendo crimen cometido en nombre de esa dignidad es validado. Opera una inversión de los valores: lo que se consideraba alto y bueno es humillado y pisoteado, y lo que se veía como bajo y despreciable es elevado y adorado.
La cancha política se ve despejada para que jóvenes burgueses con educación, pero sin dinero, busquen suerte como líderes del tumulto, inflamando las pasiones populares con discursos demagógicos que prometen libertad, igualdad y bienestar para todos. La mayoría de esos jóvenes demagogos son abogados. A ellos se suman aristócratas de segundo orden y pocas luces que ven la oportunidad de moverse a posiciones de poder y prestigio a las que no podrían llegar de otra manera. Estos actores se agrupan en partidos y organizaciones civiles dedicadas a “observar” y emitir juicios respecto de la realidad. Todos “renuncian a sus privilegios” retóricamente, repitiendo con pasión cada uno de los eslóganes de moda, lo que genera asombro y admiración en las mayorías, que comienzan a seguirlos. Ha nacido una nueva clase política.
Al poco andar, eso sí, las cosas se complican. Llevar los eslóganes a la realidad se muestra mucho más difícil de lo que parecía. Los jóvenes políticos son ahora ricos y poderosos, pero la gente común sigue viviendo penurias económicas, a las que se suman una ola de crímenes sin control a lo largo de todo el territorio. Una demanda por seguridad a cualquier precio comienza a ganar terreno. El antiguo orden había sido pintado por los agitadores como despótico, criminal, dictatorial y abusivo, y su policía, como infame y animal. Pero ahora que el caos amenaza el poder de los recién llegados a la cima, no tienen problema en darse vuelta la chaqueta y limitar libertades públicas, militarizar zonas completas, censurar y perseguir a la prensa, y reforzar y hacer un intenso uso de la fuerza policial. Otra cosa es con guitarra, en especial cuando uno se ha hecho dueño de un par de cuerdas.
Sin embargo, la vuelta de chaqueta, mezclada todavía con el moralismo altisonante, no alcanza a corregir la situación. La economía sigue en el piso, aunque los nuevos gobernantes celebren cada mínima mejora como triunfo olímpico, y el orden público sigue destruido. Hay cansancio generalizado y el discurseo paranoico y demagógico de ayer ya no surte los mismos efectos. Una mano más dura, recetas económicas severas y un régimen más autoritario que el dejado atrás están a la vuelta de la esquina.
Todo esto y más uno puede aprender este verano sobre la Revolución Francesa leyendo el genial libro de Simon Schama Ciudadanos: una crónica de la Eevolución Francesa o escuchando los capítulos dedicados a este evento en el podcast The Rest is History, de los historiadores Dominic Sandbrook y Tom Holland, disponible en múltiples plataformas. Holland, en todo caso, es más conocido por su trabajo con el mundo antiguo, que recientemente ha extendido hasta la cristianización de Roma (ver Dominio: una nueva historia del cristianismo). Pero en el podcast deja claro que si bien la historia no se repite, está claro que rima.
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