Columna de Pablo Ortúzar: Ni treinta pesos ni treinta años
Chile es hoy un país evidentemente más pobre, violento y enrabiado que antes del 18 de octubre de 2019. Todos los premios al mejor alumno y mejor compañero del mundo civilizado nos están siendo arrebatados. Sin embargo, no fue el evento aislado de la locura octubrista lo que trajo nuestra acelerada decadencia. El alza de 30 pesos a destiempo y la represión irracional y desordenada de las protestas estudiantiles que le siguieron fueron la gota que derramó el vaso.
Partir por ahí es muy importante: tres años después de estos nefastos eventos no hay una sola prueba que indique un “gran plan” detrás del estallido. Todo apunta a que esto no fue algo que nos hicieron, sino algo que nos hicimos. Invito a la gente en la derecha que ve el estallido como algo manufacturado de manera conspirativa a chequear la evidencia no sólo del caso particular, sino histórica. En Chile y en otros lados ha habido revueltas populares a lo largo de la historia. Generalmente comienzan por un tema aparentemente nimio que concentra la carga simbólica de toda la rabia y la frustración acumulada. Por eso no hay proporción entre causa y efecto. Dos ejemplos claros: el “motín del té” en Boston que inició la guerra de independencia estadounidense ocurrió después de que el Parlamento inglés retirara los impuestos sobre casi todos los demás insumos exportados hacia la colonia. Y, en Chile, la “revolución de la chaucha” de agosto de 1949 ocurrió cuando el pasaje del transporte público fue ajustado de 1,4 pesos a 1,6 pesos. Luego, el argumento que identifica la desproporción causal como prueba de conspiración es equivocado.
Otro error común es pensar que los beneficiados por la crisis son necesariamente sus fabricantes. Los grupos políticos son más parasitarios que agentes de los eventos sociales. No hay nada así como la “Liga de las sombras” del universo Batman. El Partido Comunista -al que muchos en la derecha le atribuyen poderes sobrehumanos- es lo más cercano, pero ellos no fabrican las revueltas, sino que intentan conducirlas hacia la revolución, entendida como el asalto al poder por parte de ellos mismos. Los comunistas saben que todo orden social pasa por momentos caóticos. Están equivocadamente convencidos de que eso es culpa del “capitalismo”. Serían las contradicciones internas del capital las que llevarían a crisis de legitimidad y autoridad a las democracias capitalistas. El plan, entonces, es usar una de esas crisis para subir la escalera del poder y luego patearla. Eso es la revolución. ¿Subir quiénes? Una pequeña élite política, supuestamente muy capaz (en realidad no, debido a que la priorización de la obediencia como filtro de militancia no ayuda mucho), que logrará imponer la administración racional de la vida humana por sobre la irracionalidad caótica capitalista (nunca ha resultado, pero bueno).
Los comunistas chilenos evidentemente intentaron hacer lo suyo después de octubre: las gravísimas denuncias de Sergio Micco apuntan a un claro intento por botar al Presidente democráticamente electo desde la calle acusándolo de violación sistemática de derechos humanos. Micco aguantó y el INDH no se prestó para la farsa. El PC no se subió al acuerdo de noviembre porque estaban en eso. Fracasado ese camino, la carta siguiente fue la presidencia de Daniel Jadue, mal militante pero buen actor, pero Boric -y las salidas de libreto del alcalde de las farmacias quebradas- les aguaron de nuevo la fiesta. Su última movida fue manipular a la ultra dentro de la Convención -sus tontos útiles de siempre- para “derrotar al neoliberalismo en un solo acto”, como dijo el senador Núñez. Igual que malo de monito animado, perdieron otra vez. Sin embargo, todo lo descrito es el viejo oportunismo leninista: no inventaron ellos la crisis.
No fueron treinta pesos. No fue el Partido Comunista. ¿Qué pasó entonces? ¿Fueron los treinta años? Responder esta pregunta es el deber más importante que tienen ahora las élites políticas y económicas del país. Ahí está la madre del cordero. Parte del problema, eso sí, es que nuestras ciencias sociales –que son el mecanismo de autoobservación de las sociedades modernas- se encuentran excesivamente politizadas. Eso, y que los grupos dominantes tampoco se las toman en serio, con la excusa de que están muy politizadas. Es decir, un círculo vicioso. Todos los académicos dedicados a la crítica social que celebraron como triunfo personal el estallido (“¡lo vimos venir!”) y luego aprobaron como superlativamente razonables y representativas las locuras de la Convención, quedaron mudos con el último plebiscito. Son un reloj detenido que siempre da la misma hora. Esto no significa que inventen sus datos (los trabajos de campo tanto de Alberto Mayol como de Manuel Canales, así como los de Pedro Güell y su equipo en el PNUD, se han revalidado ampliamente) sino que, casi con independencia de ellos, concluyen siempre lo mismo. Un caso extremo es el de la antropología: ¿Cómo se explica que nadie dedicado al estudio de las comunidades indígenas chilenas advirtiera nada respecto al desastroso derrotero de la Convención? ¿Acaso el activismo indigenista reemplazó por completo la observación científica? Claramente nuestras profesiones necesitan algún tipo de terapia: la línea de producción parece estar ideológicamente corrompida, y eso requiere justamente autoobservación sociológica. No le servimos realmente a nadie como reloj parado y es un despilfarro que el país siga financiando nuestras disciplinas si, al final, se produce propaganda en vez de reflexión.
Alguien que parece tener esto claro es Carlos Peña. Sus análisis sobre el estallido, sólidamente anclados en la sociología francesa de la modernización (particularmente en Raymond Aron), se han mostrado los más fructíferos, junto con el destacado trabajo de Kathya Araujo y algunos textos de Juan Pablo Luna. En los tres hay una disposición más desapasionada, que permite evaluaciones y conclusiones más complejas, sin por ello esconder sus inclinaciones políticas. Falta convertir estas golondrinas en primavera, antes que las explicaciones esotéricas, conspirativas y sacrificiales corrompan todo. Una de las conclusiones del estallido y lo que ha pasado después, de hecho, es que necesitamos que la academia sea capaz de generar mejor reflexión sociológica y, al mismo tiempo, que la política sea capaz de procesarla. Chile dejó de ser una avioneta piloteable “al ojo” y pasó a ser un avión: sin buenos sensores, un mejor tablero de controles y pilotos capacitados, estaremos volando a ciegas.
Si queremos terminar, a nivel político, con los palos de ciego, necesitamos entender tanto el bienestar como el malestar que introdujo a nivel masivo la modernización acelerada de las últimas décadas en Chile y dónde es que se estropeó el mecanismo. Requerimos, en otras palabras, un nuevo pacto de modernización basado en un diagnóstico más preciso y desapasionado. De eso, en teoría, se trataba la nueva Constitución, antes de que capotara en la luna.
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