Columna de Pablo Ortúzar: “Pan, inflación y Araucanía”
A mediados del año 301 el precio del oro se dispara dentro del Imperio Romano, generando una severa inflación. Luego de varias medidas sin resultado, en diciembre, Diocleciano publica un edicto fijando precios máximos para varios productos básicos. En dicho texto, el Emperador de Oriente culpa a la avaricia y rapacidad de los comerciantes por las alzas, condenando a pena de muerte a todo aquel que vendiera o comprara los bienes por sobre los valores establecidos.
¿Resultado? El precio del oro subió con todavía más fuerza, las tropas imperiales fueron rebajadas a la infamia de asesinar a unos cuantos comerciantes y consumidores como castigo ejemplar, el mercado negro se desató y el desabastecimiento en los mercados formales se volvió total. A los pocos meses el edicto -que los emperadores occidentales ni se atrevieron a promulgar- fue retirado.
La lección es clara para el que quiera aprenderla: intentar atajar la inflación fijando precios es como tratar de apagar el fuego con bencina. Esta conclusión es hoy patrimonio de la ciencia económica (al punto que Paul Krugman se sintió obligado a pararle el carro a Mariana Mazzucato -ídola del FA- cuando ésta le hizo un “seka amika” a una colega que proponía fijar precios en el Reino Unido por la crisis pandémica). Sin embargo, la tentación política por simular que hay una solución muy simple para un problema muy complejo es siempre enorme. Más todavía si viene acompañada del recurso demagógico perfecto: culpar a la codicia de los comerciantes, liberando de toda responsabilidad a los gobernantes, que se presentan como campeones del pueblo.
Cuando en Chile los legisladores comenzaron a inyectarle inflación a nuestra moneda por vía de los retiros previsionales -sumándola a la ya generada por la crisis internacional-, muchos pensamos que sería cosa de tiempo para que apareciera el tema de las fijaciones de precios. Una cosa siempre ha seguido a la otra en la historia de la charlatanería política latinoamericana (como recuerda cualquier chileno mayor de 58 años). Y ahora que la invasión de Putin a Ucrania hizo saltar el precio mundial del trigo, era improbable que los personajes tipo reality show con los que hemos llenado la Cámara de Diputados no hicieran fila para exigir fijar el precio del pan. Grito y foto.
Ante esto, el ministro Mario Marcel tendrá que explicarles de nuevo a los millonarios legisladores cómo funciona la economía y los instrumentos institucionales que tenemos para atajar la inflación, varios desgastados gracias a los propios congresistas y su espectáculo impúdico de los retiros. Ojalá el titular de Hacienda logre hacerles ver que lo mejor que pueden hacer si les preocupa el encarecimiento de la vida es dejar de devaluar el peso, en vez de seguir poniéndose “creativos”.
Ahora, el tema del trigo tiene en Chile una arista extra poco explorada. Así como Ucrania es el granero de Europa (de ahí los colores de su bandera, que representa los campos de trigo bajo un cielo claro), La Araucanía es el granero de Chile. Casi dos tercios de la producción de trigo nacional viene de las regiones de Biobío y La Araucanía (un 44% sólo de esta última, donde hay 93 mil hectáreas dedicadas a eso). Chile produce alrededor de la mitad del trigo pan que consume (y somos los segundos consumidores de pan per cápita a nivel mundial, con 90 kg). El resto se importa desde Argentina, Estados Unidos y Canadá.
El cambio climático y el encarecimiento de los fertilizantes son dos factores que han golpeado al sector nacional. Pero hay un tercero que comienza a ganar fuerza: la acción de los grupos violentistas que operan en la Macrozona Sur. En la medida en que el área de influencia criminal crece, más agricultores sufren ataques, robos y extorsiones. Esto hace más caro y riesgoso cultivar cualquier cosa, pero especialmente trigo (por el robo). Así, muchas hectáreas son redestinadas a raps (o canola, menos atractivo para los ladrones).
En resumen, en lo que toca a la producción nacional de trigo, tenemos un flanco abierto en el sur. En un país que consume enormes cantidades de dicho cereal, su zona triguera es la más amenazada por la acción de grupos criminales de distinto tipo, lo que representa un evidente problema de seguridad alimentaria. De la Convención ya parece difícil esperar cualquier cosa, pero sería bueno que esta dimensión de la crisis en la Macrozona fuera considerada tanto por el gobierno como por los legisladores y los medios de comunicación, que suelen limitarse al asunto identitario.