Columna de Pablo Ortúzar: Quinto medio

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Jóvenes chilenos enfrentan ansiedad y frustración tras rendir la PAES


Tal como plantea Daniel Mansuy en su último libro Enseñar entre iguales, el ideal democrático introduce desafíos para la reproducción del orden social, pues tensiona todas las jerarquías existentes. La pérdida de verticalidad permite que la sociedad se vuelva más compleja y especializada, pero amenaza también con volverla incoherente y sin sentido. Abarcar mucho y apretar poco. Para combatir esta tendencia se usa el sistema educativo como aglutinante y legitimador de las relaciones sociales. Ahí es donde, a través de pruebas y procedimientos que conducen a certificados y títulos, se validan las desigualdades resultantes. Es por eso que casi todas las discusiones sobre malestar o desigualdad terminan referidas al sistema educativo, que se hincha de expectativas. Y es también por eso, y no por amor al saber, que los Estados y las familias invierten tanto en educación, especialmente superior, que es la más codiciada.

Así, quien rinde una prueba de selección universitaria firma un contrato con el orden imperante: si te va mal, es tu culpa. La lucha de clases es suplantada por la lucha de cupos. Y esos cupos, en teoría, son distribuidos de acuerdo al mérito de cada cual. La universidad adquiere entonces un tremendo poder y prestigio. Pero, al mismo tiempo, se vuelve el escenario de grandes disputas políticas, lo que le va dificultando sostener su compromiso primero con el saber y la verdad.

Donde hay poder político, hay disputa por él. De ahí la fuerte politización de las universidades en sociedades democráticas, tanto a nivel estudiantil como docente. Y todo poder va por más: más gente y más control. Que la sociedad entera pase por la universidad. La presión interna y externa por “abrirla” hace irrelevantes los criterios de selección vinculados a su misión institucional. El código nuevo es político: derecho o privilegio. Los políticos profesionales ganan tiempo haciendo andar la impresora de títulos, mientras que los políticos universitarios manejan cada vez más gente y presupuesto. De las becas se pasa al crédito para todos, y de ahí a la gratuidad. Que ningún regalón se quede sin cartón.

Al final, el vórtice de la inclusión adquiere fuerza y lógica propia. La frase de Pinochet “a la universidad se va a estudiar”, que parece de perogrullo, es repetida en los campus como el non plus ultra del fascismo. Porque todos deberían saber que a la universidad se va a luchar para que más gente vaya a la universidad. También a mucha gente de campus le parece idiota plantear que entender lo que se lee o manejar aritmética básica sean requisitos universitarios: los analfabetos funcionales deben ser incluidos en la universidad, aun nivelando hacia abajo. Y esa inclusión, por último, entrega trabajo a un ejército de consultores y aplicadores de programas, técnicas pedagógicas y otras medidas para optimizar la experiencia del usuario masivo. La universidad será un gran quinto medio o no será.

Todo esto va desvirtuando el sentido de las instituciones universitarias. Pero lo hace dulcemente. Muchos académicos, en vez de defender sus instituciones, disfrutan su decadencia. Les pagan muy bien, muchas veces con dinero de estudiantes que apenas entienden lo que leen, por destinar un poco de tiempo a esos alumnos y harto más a escribir artículos, generalmente leídos por nadie y orientados a nichos dudosos. Total, hoy el régimen de certificación de calidad premia métricas obtusas por sobre la empleabilidad efectiva de las carreras, incluso en universidades no selectivas. Se recibe en masa a los alumnos y se les cobra de acuerdo a sus expectativas, pero no se les capacita de igual manera. Finalmente, nunca la academia había amasado tanto poder: si la universidad ordena la sociedad, los académicos se sienten como los nuevos dueños del circo. Y, en cierta medida, lo son: el complejo activista-universitario tiene trabada la economía con sus casetas de peaje permisológicas, llevó a la FECH a la Presidencia con Boric y casi logra imponer una Constitución política llena de delirios de campus.

Si la universidad no es defendida, el sinsentido que se buscaba conjurar mediante ella terminará a cargo tanto de ella como del país (quizás esto ya ocurrió).

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