Columna de Pablo Ortúzar: Romperlo todo
Los Soprano y Breaking Bad son de las mejores series de la historia. En ambos casos el espectador es inducido a empatizar con un personaje principal que, de a poco, se va revelando pérfido o convirtiendo en tal. En la medida en que la cosa avanza, entonces, quien la mira se encuentra inventando excusas e hipótesis que exculpan o les restan gravedad a las conductas del personaje hasta que, en algún punto, la primera impresión se rompe. En ese momento, una nueva imagen se forma y resulta inevitable mirar hacia atrás en la trama e identificar las advertencias que se pasaron por alto o que se vieron bajo otra luz.
He pensado en estas series porque los momentos de alta polarización política necesariamente ponen bajo presión los vínculos que tenemos con personas que se inscriben en el campo adversario. Personas que son familiares, amigos o conocidos. Por supuesto, los más fanáticos de cada lado, que son pocos, no tienen ese problema, porque no se relacionan con gente que piense distinto. Pero para la mayoría restante el tema es complicado. La virulencia de las acusaciones, el miedo y la angustia transforman la mirada y entibian la confianza. Y, a veces, los vínculos emocionales y la imagen del otro se degradan o rompen.
Por lo mismo, es importante cultivar la duda. Mantener una reserva de escepticismo respecto del propio juicio. Insistir en el cariño y la confianza en quienes piensan distinto. Practicar y aceptar la corrección fraterna, perdonando los exabruptos. Entender que también uno está cegado por la trifulca. Esa duda sostiene la pequeña vereda común que llamamos “amistad cívica”, y ella es casi todo lo que nos separa de la guerra y la barbarie. Pero también hay momentos en que hay que decir basta. Hay límites. El mundo en que es posible empatizar con el adversario y dudar del propio juicio también tiene líneas rojas. Es un espacio que necesita ser defendido. La concordia sí tiene enemigos.
Hay muchas imágenes del otro que son reparables. Entiendo, por ejemplo, que expertos preparados como Jorge Contesse y sus amigos se dediquen a hacer campañas tipo TikTok en vez de sacarle lustre a su oficio. Asumo que es algo temporal y circunstancial. Y no hay, además, poder político sin sicofantes ocasionales o permanentes, como Claudio Fuentes. Nada escandaloso ahí.
Pero no me parece tolerable que Faride Zerán, de quien siempre tuve buena opinión, esté dispuesta a utilizar al Consejo Nacional de Televisión como plataforma de censura y matonaje contra periodistas que hagan comentarios incómodos para el Apruebo. Tampoco que la diputada Carmen Hertz se niegue, presidiendo la Comisión de Relaciones Exteriores, a dejar que se investigue el caso de su hijo. O que se castigue sin más al cónsul que lo hizo visible, por ese hecho. Y mucho menos que la ministra Vallejo, al parecer por orden partidaria, ataque la autonomía del Banco Central desde su cartera. ¿No se dan cuenta acaso de lo peligroso que es el victimismo paranoide mezclado con poder real sobre la vida de otros? ¿No se dan cuenta de que los poderosos con capacidad de abusar que ustedes temen, por hechos horribles del pasado, son ustedes mismos ahora? ¿No notan el riesgo de acusar públicamente de mentiroso o infame, desde posiciones de autoridad, a cualquiera que no les agache el moño?
Por último, que el Presidente Gabriel Boric esté dispuesto a seguir su campaña con sordina por el Apruebo -reprochado por Contraloría y respondido con desacato-, pero además pasándoles billetes fiscales por la cara a los más necesitados es algo que me remece. Y es que, al igual que tantos otros, yo siempre he creído y querido creer que Boric se mueve por motivos nobles, que se traducen en medios decentes. Y en base a esa creencia he puesto en el trasfondo hechos como el de sus fotos riendo con la imagen de un senador asesinado, su reunión en París con un terrorista prófugo o su acto campañero de votar en favor de un cuarto retiro que él sabía inflacionario. Confié, en cambio, en el Boric del acuerdo de noviembre, en el que derrotó a Jadue y en el de la segunda vuelta. Pero esa imagen pende ahora de un hilo. Y, de romperse, lo que quedaría, mirado en retrospectiva, sería un personaje bastante siniestro. Alguien que el 5 de septiembre, aunque celebrara el triunfo de su Constitución, amanecería siendo uno de esos “señores presidentes” banana, como Chávez, Ortega o Fernández, que alguna vez fueron o se presentaron como jóvenes idealistas, pero que florecieron a la historia como demagogos y gorilas.
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