Columna de Pablo Ortúzar: Salvemos el Estado
La gran diferencia entre Chile y otros países latinoamericanos es que logramos constituir, tempranamente, un Estado fuerte. Esto ocurrió por distintos factores. Uno es haber sido, durante la colonia, un país organizado para la guerra antes que para la explotación económica. Entramado de puestos militares estratégica y jerárquicamente articulados para controlar el territorio y defenderlo. Después de la independencia las élites provinciales fueron sometidas, por la razón o la fuerza, por la oligarquía santiaguina, que estableció un férreo control central, cortando de raíz todo caudillismo y tendencia federalista. Esta es la excepcionalidad chilena, la que brilló esta semana respecto de Perú y Argentina, tan cara a los historiadores Alberto Edwards y Mario Góngora.
De hecho, la estabilidad tempranamente lograda permitió servirnos de muchas de las mentes más capacitadas no sólo de América Latina, sino también de Europa -que vivía sus propios tumultos- para consolidar y hacer prosperar nuestro orden. Entre muchos ejemplos destaca el del venezolano Andrés Bello, invitado desde Inglaterra. Y uno de sus grandes aportes, por cierto, tal como ilustra brillantemente Joaquín Trujillo en su libro Andrés Bello: libertad, imperio, estilo, fue darle forma y sustento a la burocracia de la república recién organizada. Chile logró transitar desde regímenes militares a gobiernos civiles, en buena medida, gracias a que se organizó un aparato de administración civil y una máquina de producir funcionarios para el gobierno. Esa era la función primaria del Instituto Nacional y de la Universidad de Chile.
El resto de la historia de nuestro país es una sucesión de luchas entre diversos grupos tanto por el control del Estado como por la inclusión dentro de sus servicios. El progreso económico y la extensión territorial exigieron ampliar el aparato burocrático, y ello engendró una clase funcionaria y militar que pudo desafiar a la oligarquía. Así nace la Constitución del 25. Y eran los privilegios que dicha mesocracia se había adjudicado a los que aspiraban las grandes masas de campesinos y mineros que colmaron las ciudades en la primera mitad del siglo XX. En 1973, la democracia revienta, entre otras razones, porque nadie sabía cómo responder a esa expectativa. El gobierno de Allende fue eficaz en destruir el orden existente, pero al precio de aniquilar todo orden posible. Buena problemática, mala solucionática. La dictadura de Pinochet, exponente de un sector de la antigua mesocracia, restauró el Estado y la capacidad de crecer, lo que, a su vez, fue aprovechado por la Concertación para ensamblar un orden democrático capaz de derrotar la pobreza.
Hoy nos encontramos nuevamente en el atolladero. Las clases medias hijas de la modernización capitalista -el 50% del país- son, al mismo tiempo, pobres frente al mercado y ricas frente al Estado. Esto produce un desajuste entre estructura social y estructura institucional que no hemos logrado resolver. Y nuestra política está trabada por una guerra a muerte entre las facciones oligárquicas de Tunquén y las de Zapallar. Una nueva Constitución que permita desescalar ese conflicto, reordenar la política profesional y forjar un nuevo pacto de clases es el mejor camino disponible para recuperar un Estado en forma. Chile no necesita hoy un Bukele ni de izquierda ni de derecha, porque aún somos, institucionalmente, mucho más que El Salvador. Lo que necesitamos es ponernos de acuerdo para sostener y renovar esa diferencia.