Columna de Pablo Ortúzar: Sangre, sudor y lágrimas
¿Hacia dónde vamos? Hoy la discusión política se ha vuelto más sobre velocidades y obstáculos que sobre direcciones. La enmarañada discusión sobre las reglas de uso de la fuerza hace perder de vista lo dramático de las razones de fondo que la empujan: primero, el reconocimiento por parte de la autoridad política de que la fuerza policial estatal se está viendo sobrepasada por el crimen organizado y el terrorismo en el cumplimiento de sus funciones y, segundo, el amplio consenso político respecto de la necesidad de utilizar fuerza militar -entrenada para la guerra- para lograr sostener el orden público en el país.
En otras palabras, estamos frente a un momento de inmensa gravedad: está fallando el Estado de Derecho. Para muchos chilenos esta frase no representa ninguna sorpresa, sino un dato de la causa. Pero vale la pena tomarle el peso: no sólo es que la calle está peligrosa, sino que las instituciones democráticas de las cuales dependemos están desorientadas y disminuidas, y no se sienten del todo capaces por sí mismas de enfrentar los desafíos que tienen por delante. Por lo mismo, la discusión política se encuentra hoy alojada en los territorios de la excepción constitucional. Es decir, en el ámbito propio de las catástrofes y la guerra.
Los niveles de apoyo que tienen las instituciones de representación democrática son famélicos. Se encuentran dentro del margen de error. El Poder Judicial, en tanto, no goza de mejor salud. El voto de desconfianza del mundo castrense respecto de la justicia civil habla por sí mismo, y no están solos en ese sentimiento. Finalmente, el Poder Ejecutivo crece en esterilidad, y quienes lo conquistan lo hacen recurriendo a juegos de inflación de expectativas y polarización progresivamente más riesgosos y decepcionantes.
La guerra de élites desatada no tiene, luego del fracaso de dos esfuerzos constitucionales, un camino de salida visible, y esto hace suponer que la clase dirigente no será capaz de ordenar su acto en el corto plazo. La reforma del sistema político no es una bala de plata, sino un primer paso en esa dirección, pero las desconfianzas y odios paridos desde octubre de 2019 no se van a reparar rápido. Hay demasiadas heridas y cuentas pendientes.
La valoración de la democracia va en picada en todas las encuestas, y la juventud, donde todos los viejos queríamos ver una promesa de comunidad y sueños, va mostrando un rostro muy diferente: materialista, individualista y desesperanzada (ver investigación Cadem): todos contentos en Singapur.
¿Hacia dónde vamos, entonces? Lo descrito muestra que estamos en medio de una regresión autoritaria. Llevamos casi dos años de estado de excepción constitucional en La Araucanía, y todo indica que esa excepción se expande por todos lados, en vez de contraerse. Las repúblicas, en tiempos de crisis, han tendido a concentrar lo que queda de poder y han reforzado la defensa de las funciones vitales del Estado, descuidando los ámbitos menos estructurales. El magister populi de la Roma republicana se diferenciaba del tirano justamente en su mandato limitado, relacionado casi siempre con superar un momento de peligro para la República. En ese proceso estamos ahora, y es importante saberlo, para mantenernos concentrados mientras dure y evitar todo lo que podamos la tiranía.
Una deriva autoritaria se produce cuando se erosionan de manera desordenada las instituciones democráticas, muchas veces de manera irreversible, pavimentando la ruta hacia la tiranía. Una regresión autoritaria, en cambio, puede ser el Estado intentando operar en modo seguro para eliminar sus amenazas, pero sin destruir la República. Se trata de un remedio duro, como una quimioterapia. Lo que tenemos ahora parece querer ir por este segundo camino, pero fácilmente puede irse por el primero si no se racionaliza todo lo posible. Y ello exige dejar de vendernos ilusiones y esperanzas vanas, incluso durante periodos electorales. Los años malos ya vinieron, y las expectativas deben ajustarse para comenzar a dejarlos atrás. Sólo queda el consenso en torno a la supervivencia. Estamos en tiempos donde la patria, la ciudadanía, se vuelve exigente. Y si promete, promete sangre, sudor y lágrimas.
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