Columna de Pablo Ortúzar: Yo me preparo para el invierno

Convencion Constitucional día Martes


Todo indica que es imposible que la humanidad logre coordinarse en los próximos cinco años para evitar un aumento de 1,5 grados en la temperatura del planeta durante los próximos 30 años. Y eso significa que enfrentaremos a lo largo de las próximas tres décadas temperaturas extremas, sequías, migraciones masivas, crisis sanitarias (por nuevas enfermedades y expansión del área de influencia de otras) y una elevación del nivel del mar. Tal escenario implica, además, constantes problemas de inflación (por falta de bienes e interrupción de suministros) y una vida urbana más peligrosa: los golpes de escasez, tal como ilustra el hundimiento del Imperio Romano, siempre han impulsado la violencia en las ciudades. En otras palabras, todos los males que hoy nos aquejan van a tender a empeorar. Y, en Chile, siempre hay que añadir terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas. Nuestras conversaciones el 2050 serán, entonces, como el diálogo de los tebanos en Hércules.

Frente a este nuevo mundo, las tradiciones políticas de la Guerra Fría son ciegas, pues una disrupción natural de gran escala nunca formó parte de su horizonte. Lo suyo es equilibrar crecimiento y distribución, mercado y Estado, en la gran marcha hacia el progreso ilimitado. En ese margen pelean. Y su imaginación apocalíptica es totalmente humana, de guerra nuclear.

El imaginario globalista del corto verano democrático de los 90, por cierto, también se queda corto. Frente al invierno mundial que viene, los países chequean sus propias reservas, sus áreas estratégicas de influencia y su capacidad para producir productos básicos. La retórica autárquica y soberanista retorna segura, aunque con más ganas que respuestas.

En este contexto, lo que hagamos en Chile durante los próximos 10 años sellará el futuro del país y su gente en este nuevo escenario global. Si no logramos unidad de propósito, nos volveremos un Estado fallido, gobernado por una larga sucesión de demagogos autoritarios y explotado sin misericordia por alguna de las potencias mundiales que se van consolidando. Todos nuestros recursos, incluyendo nuestra gente más capaz, irán a parar a otros países a cambio de casi nada. Lo que quedará será el raspado de la olla.

Este pésimo escenario es hoy el más probable. Decirlo no es campaña del terror: basta dirigir la mirada a cualquier área de nuestra vida en común y nos encontraremos con personas desarrollando estrategias de salida. Todo Santiago quiere escapar a parcelas en el sur, y varios ricos a Miami. Cada cual quiere todos sus ahorros previsionales. Todo el que puede busca la doble nacionalidad con un país desarrollado. Cada movimiento étnico quiere su tajada de territorio y presupuesto. Cada región quiere ser un país, y cada ciudad, una capital. La fuga de millones de dólares hacia Estados con mejor pronóstico no ha parado desde 2019. La inversión está congelada. Somos una sociedad en descomposición.

La Convención Constitucional, en este sentido, ha reflejado de alguna forma la “constitución histórica”: el estado real de las cosas. El sumidero de frustración, maltrato, rabia, petulancia y desesperación ahí coagulado no lo inventaron ellos, aunque lo hayan exagerado. Es parte de lo que Chile es hoy. Un destilado de las furias de 2019. Pero no ofrece ningún camino de salida: el texto constitucional propuesto (que lleva más de 300 artículos) es un panfleto de protesta redactado a patadas. Un petitorio universitario. Es el reclamo legislado de gente acostumbrada a gritar y marchar, pero no a construir soluciones. En la práctica, lo que hace es desmembrar el país entre activismos enojados. Reventar la patria. Y su campaña final por aprobar el mamotreto los retrata: un ofertón manipulativo de “derechos” mezclado con un discurso odioso y demagógico contra “los poderosos”. Un llamado a la guerra de todos contra todos cuando su única misión, la del 80%, era parir unidad.

Por lo mismo, es grave y triste que el gobierno amarre su destino al de la Convención. Implica reconocer que no tienen un mejor plan. Y que se irán a los palos, otra vez, con todo el resto para cosechar nada, mientras el país arde. ¿Por qué no tienen la humildad de buscar acuerdos amplios que construyan desde las pocas fortalezas que nos quedan (las que vimos responder a la pandemia)? ¿De qué les sirve seguir en la crisálida de universitarios sabelotodo? Ha llegado el momento en que todos debemos intentar ser antes útiles que importantes. Porque aquí y ahora, como cantaban Los Tres, se remata el siglo.

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