Columna de Patricio Fernández: Estallido social en Cuba
El fantasma que recorre América Latina no es el fantasma del comunismo, sino el de los estallidos sociales. En su libro ¿Ya es Mañana?, el politólogo Ivan Krastev cuenta que “en la última década… más de noventa países de todo el mundo han sido testigos de importantes protestas masivas. Millones de personas han logrado organizar numerosas y duraderas iniciativas al margen de los partidos políticos y con desconfianza hacia los medios de comunicación, con pocos cabecillas visibles y evitando casi siempre la organización formal”. En la existencia de todas ellas, las redes sociales han jugado un rol insoslayable.
Chile lo vivió en octubre de 2019 y, pandemia mediante, dio pie al proceso constituyente en que hoy nos encontramos. Bolivia tuvo el suyo por esos mismos días, cuando Evo Morales fue acusado de manipular los resultados electorales. Se le denominó “La Revolución de los Pititas”, como bautizó el propio Evo a quienes protestaban en su contra bloqueando las calles con esos cordeles delgados que por acá llamamos “pitas”. En noviembre del mismo año explotaron en Colombia y tras 18 meses en que la peste sumergió “el paro”, este volvió en 2021 a propósito de un proyecto de reforma tributaria que quiso implementar el gobierno de Iván Duque. En Perú tuvo su amago cuando el Congreso derrocó al presidente Vizcarra, pero la renuncia del efímero Manuel Merino, más la toma providencial y momentánea del poder por parte de Francisco Sagasti, aplacó la protesta. Ya veremos lo que sucede con el recién electo Pedro Castillo.
Hace una semana la ola llegó a Cuba. Las circunstancias que en cada uno de estos países justifican los estallidos en cuestión, son muy distintas. En unos reaccionan frente a la segregación y la desigualdad generadas por el modelo neoliberal y en otros, como Cuba, contra el totalitarismo y las carencias de una Revolución agotada. El dato globalizado es que la gran transformación tecnológica en curso cambió profundamente nuestras relaciones políticas. Hoy los miembros de la comunidad se relacionan sin necesidad de intermediarios y en los márgenes de cualquier autoridad.
Cuando comencé a frecuentar la isla para escribir mi libro Viaje al fin de la Revolución, a comienzos de 2015, luego de que Barack Obama y Raúl Castro aparecieran en televisión -uno desde Washington y el otro desde La Habana-, comprometiéndose a reanudar las relaciones diplomáticas entre ambos países tras medio siglo de Guerra Fría, los cubanos apenas tenían internet. Si querían acceder a wifi debían pagar U$ 2 por unas tarjetas que se vendían en las oficinas de ETECSA, la empresa estatal de telecomunicaciones, y que les permitía una hora de navegación, cuando el sueldo oficial no superaba los U$ 30 mensuales. Los sitios en que había señal se contaban con los dedos de las manos y como varios de ellos eran hoteles en los que sólo entraban sus huéspedes o quienes consumían en sus restaurantes, los habaneros que podían adquirirlas se instalaban en las cunetas de sus calles aledañas para conectarse. Desde ahí se comunicaban con los parientes en el extranjero y no era raro encontrarse con escenas conmovedoras, abuelas haciéndole morisquetas a sus nietos recién nacidos o llorando al recibir malas noticias.
La apertura que se vivió desde entonces hasta el fin del gobierno de Obama, en 2017, no sólo agilizó la actividad económica con la llegada de capitales extranjeros, la construcción de hoteles de lujo, el ingreso de marcas exclusivas –”Cuba está convertida en el paraíso de la moda, por eso quise venir aquí”, declaró Giorgio Gucci- y el impulso a la iniciativa de pequeños emprendedores, sino que también nacieron medios online como On Cuba, El Estornudo, Progreso Semanal, El Toque y otros en los que, aunque tímidamente, grupos de veinteañeros comenzaron a desarrollar un periodismo en los márgenes del control estatal, al mismo tiempo que se multiplicaban los espacios con wifi y “los computines” ideaban mecanismos para conectarse sin pagar.
Desde entonces hasta ahora, llegaron a Cuba el 3G y el 4G, lo que ha permitido a muchos de sus habitantes participar desde sus smartphones de las redes sociales y establecer vínculos y organizaciones hasta hace menos de un lustro inimaginables.
Actualmente, la situación económica es calamitosa. Donald Trump se encargó de volver a fojas cero toda la apertura e intercambio que se consiguió bajo el gobierno de su antecesor. Desaparecieron los cruceros y se detuvo el puente aéreo que durante los años de Obama se estableció entre Florida y La Habana. Cerraron muchos de los restaurantes y negocios que entonces se echaron a andar y el Covid acabó por arruinar el negocio turístico. Desde entonces hasta ahora terminó de salir de escena la generación histórica de los barbudos: murió Fidel, renunció Raúl y de la vieja guardia sólo quedan circulando por ahí Machado Ventura y Ramiro Valdés, a quien ese domingo abuchearon en las calles. Los nuevos, con Díaz Canel a la cabeza, han procurado endurecer los controles sobre esa prensa joven y, en lugar de agilizar el proceso de transformaciones e incorporación a las democracias occidentales, tras ratificar una nueva constitución el año 2019, asumieron como lema el “Somos Continuidad”, retomando la línea ortodoxa y obstinada de un sistema político y económico que más parece administrar su muerte que otra cosa. Esos herederos del régimen no le merecen ningún respeto a la población. Los Castro podían ser queridos u odiados, pero no menospreciados, como ellos.
El último capítulo en la preparación de esta “tormenta perfecta”, como algunos en la isla llaman a la conjunción de acontecimientos previos a este estallido que no parece destinado a durar un día, comenzó con la huelga de hambre del colectivo artístico San Isidro tras la detención de uno de sus integrantes en noviembre de 2020 y la corriente de solidaridad que generó en el mundo cultural cubano. Después vino la canción Patria y Vida -como respuesta al lema revolucionario Patria o Muerte- del popularísimo grupo musical Gente de Zona, que comenzó a ser tarareado en las calles como gesto de sublevación.
Este mes la pandemia ha alcanzó sus mayores niveles de contagios y muertes. No quedan medicamentos y el sistema de salud está según unos al borde del colapso y, según otros, enteramente colapsado. Las colas para conseguir comida son eternas y cotidianas -hay los que se ganan la vida como “coleros”, haciéndolas por otros-, y las diferencias de acceso empiezan a ser escandalosas entre quienes cuentan con divisas y aquellos que no. Hay quienes aseguran llevar semanas comiendo solamente arroz. Más allá del cruel bloqueo, lo cierto es que hoy Cuba incluso importa el azúcar.
La gota que rebalsó el vaso fue el regreso de los apagones. Para los cubanos significan la vuelta al Período Especial de los años 90, cuando se comían hasta los gatos por la falta de alimentos en que los dejó el fin de la Unión Soviética. La Revolución Cubana nunca maduró; ha sido siempre una especie de adolescente que pide plata a otros -URSS, Venezuela, las remesas enviadas por los exiliados- para financiar su “rebeldía”. Pero si el año 1994 salió Fidel en persona a detener las protestas que se produjeron en El Malecón, y lo consiguió, esta vez, cuando Díaz-Canel pretendió remedarlo en San Antonio de los Baños, donde empezaron las manifestaciones antes de expandirse por más de 50 localidades a lo largo y ancho de la isla, fue recibido con insultos. Desde distintos ángulos le gritaban “¡Singao!” (en Cuba el verbo “singar” remite al acto sexual).
Así como en otros países de América Latina se intentó culpar al Castro-Chavismo de orquestar sus protestas locales, en Cuba, como ya es costumbre, de inmediato responsabilizaron al imperialismo. El gobierno llamó a los revolucionarios a recuperar las calles. Aunque matizó sus declaraciones al día siguiente, lo cierto es que salieron los boinas negras y llegaron a distintos barrios guaguas repletas de policías con ropa de calle, palos y bates de béisbol para controlar a los sublevados. La represión más efectiva allá suele operar de civil. A esos grupos organizados que le caen encima a los manifestantes se les llama “brigadas de reacción rápida”. Yo las vi muchas veces actuar en contra de las Damas de Blanco. Hay quienes dicen haber visto a algunos de sus miembros exhibiendo armas, pero al respecto no abunda la información confiable. El único muerto reconocido por la oficialidad provendría de la Guinera, del municipio habanero de Arrollo Naranjo, donde un grupo de vecinos intentó asaltar a pedradas su comisaría.
Toda las noticias que nos llegan provienen de videos grabados por la población y echados a correr desde teléfonos celulares. Ese domingo 11 el gobierno cortó la internet y los datos móviles, pero muchos continuaron dándolos a conocer apoyándose en el sistema de VPN. Los hay que muestran radiopatrullas volteados, gente gritando “¡Libertad!”, “¡Ya no tenemos miedo!” y otras consignas por el estilo. Todo mensaje de texto que contuviera frases como ésas, además de “comunismo”, “protesta” o “SOS.Cuba” fue interceptado a partir de esa tarde por las autoridades, de modo que no llegara a sus destinatarios. El lunes, muchos de sus emisores fueron detenidos en sus casas y el viernes, la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, pidió su liberación y agregó: “Es especialmente preocupante que entre ellas haya personas presuntamente incomunicadas y personas cuyo paradero se desconoce”.
Ya veremos cómo se desarrollan los acontecimientos. Tras el estallido del domingo, han sido pocos y pequeños los piquetes que han continuado con las protestas. Reina, más bien, un silencio y un vacío inusual para esas calles caribeñas.
Podría tratarse del comienzo del fin o derivar en un cambio de la malla dirigente sin terminar con el régimen. También podría restaurarse el orden con mano dura.
Es siempre riesgoso augurar el futuro, pero en tiempos que corren a tanta velocidad -¡no lo sabremos nosotros, los chilenos!- lo extraño sería que todo continuara igual. No es sólo un régimen el que podría estar terminando, sino una época.
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