Columna de Patricio Pron: Nuestro mes del pensamiento mágico
“Chile tiene hoy tres opciones: puede ganar o puede perder”, opinó en una oportunidad el futbolista inglés Kevin Keegan; la Argentina de Lionel Scaloni y, muy especialmente, Lionel Messi parece tener, en cambio, sólo dos: ganar. Ya son muchos años de decepciones, numerosas de ellas encarnadas en el que, hasta la final de la Copa América en Brasil el año pasado, podía verse como el destino trágico del que es indudablemente el mejor futbolista de la Historia, el de no conseguir ningún título relevante con la selección de su país. Bobby Robson dijo una vez que “los primeros 90 minutos de un partido son los más importantes”, pero Messi lleva jugando esta final desde hace años; más precisamente, desde su debut con la absoluta, el día 2 de agosto de 2005, en un amistoso contra Hungría en Budapest en el que duró menos de dos minutos: lo expulsaron por pelearse con su marcador en la primera jugada de la que participó.
Naturalmente, si el fútbol fuese sólo un deporte, no habría ninguna razón para que nos guste: los arcos son muy pequeños, el campo es demasiado grande, los árbitros están claramente aterrorizados o son unos monstruos de egotismo, hay pocos goles, un mal uso de las nuevas tecnologías hace prácticamente imposible la aplicación del reglamento, que ya no se entiende… Por suerte no es sólo un deporte, y no lo es en buena medida porque desnuda, como ninguna otra cosa, el carácter de un país y sus contradicciones. Quilmes, la marca de cerveza, sabe bien esto, y sus publicidades para el Mundial de fútbol son las mejores fotografías fijas de la Argentina que existen; la de este año, por ejemplo, ventila ciertas coincidencias: la última vez que la Argentina fue campeona del mundo, la final se jugó a las doce del mediodía, como en esta ocasión; “en la final de Qatar Júpiter va a estar en Piscis; y en la final del 86 Júpiter también estuvo en Piscis”; el actor Robert De Niro sólo visitó el país en dos oportunidades, en 1986 y este año; etcétera.
Una coincidencia señala la afinidad entre dos acontecimientos, pero también la voluntad de imponerles una relación, de allí que el hashtag mundialista por defecto sea este año #elijocreer: ni siquiera contar con “el mejor del mundo” parece haber sido suficiente para entusiasmar a una población que hasta último momento receló de un entrenador poco experimentado y con tendencia a la inacción y un plantel de jugadores intercambiables que no parecían capaces de aliviar el peso de las decepciones sobre los hombros, y en los pies, de Messi: tras la derrota contra Arabia Saudita, todo ha consistido en un largo ejercicio de supervivencia del equipo argentino, aunque también en su exhibición de unas virtudes que se creían inexistentes o, al menos, olvidadas, y es esto último lo que hace posible apurar con entusiasmo las horas previas al partido contra Francia. Alan Ball, otro gran futbolista inglés, declaró en una ocasión: “No creo en la suerte, pero sí creo que la necesitamos”. Argentina la necesitará también hoy, pero sí cree en ella.
Y es que la vida pública y privada en este país es un enorme ejercicio de fe; se la necesita para continuar yendo al puesto de trabajo pese a las habituales amenazas de despidos, para seguir estudiando, para ir a hacer las compras, para construir algo, lo que sea: una casa, una pareja, una familia, una carrera profesional. Una porción relevante de fe es también necesaria para continuar tomando posición en los asuntos públicos, presididos como están por el enfrentamiento entre elementos irreconciliables, el ruido sordo de las disputas en las cámaras, unas sospechas sobre el funcionamiento de la Justicia aparentemente bien fundadas, el impacto de un asesinato político que pudo suceder y algunos ya estaban celebrando, un retroceso visible de las libertades individuales, la sumisión de la prensa a intereses y agendas enfrentadas —no hay experiencia más desconcertante estos días que comparar las portadas de dos diarios argentinos—, el ecocidio, un endeudamiento brutal heredado del Gobierno anterior, la defensa por parte de algunos de su derecho —de clase, de origen, de raza o de género— de hacer daño a otros y el asalto a la opinión pública de políticos caricaturescos y personas que defienden con mayor entusiasmo la existencia hipotética del producto de un embarazo involuntario que la existencia muy real de las mujeres pobres que deben llevarlo a término. Borges definió el ser argentino como “una fatalidad”, pero es posible que ni siquiera él, que imaginó mundos, pudiese concebir el porcentaje de desdicha que esa fatalidad trae consigo en ciertos períodos.
Y sin embargo, hay razones para creer, y están inspiradas en las virtudes que el equipo argentino mostró a lo largo de la competición: resiliencia, capacidad de sacrificio, una idea de colectivo, el poner el interés común por delante del individual, el deseo de construir… Nuestro mes del pensamiento mágico está siendo raro, como lo es la sede de este Mundial, una pequeña península autocrática en la que los derechos de las mujeres y de los homosexuales no existen; Qatar tiene una de las rentas per cápita más altas del mundo y es uno de los pocos países en los que no se pagan impuestos, pese a lo cual, trabajadores extranjeros como los que construyeron sus estadios viven y trabajan en condiciones similares a la esclavitud. Una investigación reciente del New York Times reveló una considerable trama de sobornos y coacciones que determinaron, en última instancia, que, pese a sus nulas credenciales futbolísticas y a estar bajo un régimen prácticamente dictatorial, Qatar terminase organizando el que algunos ven como el primer Mundial del Antropoceno, la era geológica en la que vivimos desde el momento en que la especie humana se convirtió en el elemento que más y peor modifica el planeta: ciudades en el desierto en las que nadie vive, calles comerciales que pueden ser comparadas con las mejores de Londres y Milán, hoteles inteligentes, estadios refrigerados en exceso para que los aficionados, en especial las mujeres, no muestren más carne de la permitida, etcétera. Un Mundial artificial, del que todos somos cómplices en mayor o menor medida y cuya mejor expresión es el meme, esa unidad mínima de información que se convirtió en la lengua común de una sociedad hiperconectada que tiende a equipararlo todo, desde la entrada al estadio de una aficionada croata hasta la emoción de Messi cuando una periodista le dijo, tras el partido contra Croacia: “Más allá del resultado, hay algo que no te va a sacar nadie: atravesaste a cada uno de los argentinos. Marcaste la vida de todos, y eso para mí es más grande que cualquier Copa del Mundo. Gracias por este momento de felicidad tan grande”.
“Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar”, cantamos los argentinos, y no deja de ser llamativo que muchos lo hagan en un país artificial que es prácticamente una ilusión óptica entre las arenas; algunas cosas parecen no cambiar ni siquiera en el Antropoceno, sin embargo, y el Mundial de Qatar va a ser el escenario de la resolución de una historia que conocemos desde tiempos antiguos y está en el origen de todos los mitos: la del joven héroe que abandona su casa y es repudiado por los suyos, enfrenta grandes desafíos, se levanta cada vez que es derrotado, se hace fuerte y un día mata al monstruo y regresa a casa. El héroe es Messi, y parece haber un consenso establecido en Argentina de que hay que ganar este Mundial por él, para él, por todo lo que nos dio hasta ahora y ya no nos dará: el de hoy, anuncia, será su último servicio a un país que cree porque elije creer, y que ojalá esta noche se vaya a dormir con la sensación de que todavía puede elegir, de que no todo está perdido.
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