Columna de Paula Escobar: Toby y su club
Las transformaciones que faltan requieren velocidad en todos los ámbitos. Por eso, no solo no es incompatible la lucha porque las mujeres ingresen a la base del trabajo y también a la cima; es justo y necesario.
¿Es incompatible luchar porque más mujeres ingresen al mundo del trabajo y, a la vez, luchar porque las haya en puestos de poder? ¿Son causas distintas y contrapuestas la sala cuna universal, por ejemplo, y la acción afirmativa en la política, la empresa, la academia?
Este es un debate que se escucha a menudo, como si tras el cierto consenso transversal que se dio en Chile para aprobar la paridad en ambos procesos constitucionales hubiera sobrevenido un cierto retroceso o, al menos, un intento por separar las causas de igualdad de género, señalando cuáles serían las “buenas” y las “malas”, quiénes están en las causas correctas y las que pelean por privilegios; entre las elitistas y las populares.
Pero son caricaturas y falsas dicotomías, pues todas las causas terminan convergiendo. Responden a síntomas en distintas áreas de la vida, pero que obedecen a un mismo fenómeno, como es la desigualdad entre las mujeres y los hombres, que ha sido histórica, y respecto a la que se han dado grandes avances, especialmente en las últimas décadas, qué duda cabe. Pero queda muchísimo por avanzar y, además, por no retroceder: esta semana hemos recibido un bombardeo de cifras, opiniones, declaraciones. Una cifra que es un balde de agua fría: faltarían 170 años para la plena igualdad de género si no se toma ninguna acción, según el Foro Económico Mundial. Es decir, solo las niñas nacidas en 2194 lo harían con plena igualdad.
Las brechas persisten en salarios (cerca del 30%), trabajo de cuidado en hombros femeninos (80% mujeres), menor inserción laboral, menor acceso a crédito, mayor riesgo de sufrir violencia, diferencias en la prueba Simce entre niños y niñas, así como menos mujeres en directorios (14%), rectorías (cinco de 30), así como techos de cemento en ministerios como el de Hacienda, en que nunca ha habido una mujer.
Todas estas brechas -una palabra más precisa sería injusticias- se relacionan y afectan entre sí, pues son reflejo de inequidades de género estructurales, que asoman en distintos planos de la vida de las mujeres. Por tanto, al abordar este grave problema se debe mirar el sistema como un todo. Desde esa perspectiva, no solo no es incompatible abogar porque las mujeres ingresen al trabajo remunerado, y que también haya mecanismos para que los directorios no sean vedados para mujeres con talento y capacidad; son parte de lo mismo. Más aún, sería problemático avanzar en el ingreso al mundo del trabajo sin hacerse cargo de lo que pasa después, por ejemplo, sin preocuparse porque ganen lo mismo que los hombres por igual trabajo, porque no las penalicen por tener hijos o porque no segreguen en ciertas áreas por ser mujeres. Y, por cierto, porque tengan las mismas oportunidades de ascenso que los hombres. Incentivar solo en la base de la pirámide y mantener la cumbre igual sería gatopardismo puro y duro; sería una segregación ya no temática, sino jerárquica. Sería promover el statu quo, mantener el orden masculino intacto. Uno que, ya lo decía Pierre Bourdieu, “se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación”.
En Chile, las mujeres tienen talento, capacidades y educación no solo para ingresar al mundo del trabajo remunerado, sino para ascender y desarrollarse en las más altas responsabilidades. Barreras estructurales les impiden llegar, pues los grupos de poder tienden a reproducir sus elencos y sus prácticas. También, por cierto, hay barreras internas asociadas a una cultura que dificulta a las mujeres competir y permanecer en los espacios de poder (el síndrome del impostor existe incluso en mujeres que han alcanzado los más altos reconocimientos). Por lo mismo, se requieren políticas públicas y privadas para ingresar al trabajo y para que avancen en él; para que quienes empiezan a desplegar sus proyectos de vida vean a mujeres en la cima que las inspiren y les muestren un camino posible. Y también, porque los cambios que hay que hacer necesitan de mujeres que los señalen con fuerza en espacios de toma de decisión en que han sido históricamente invisibles.
El feminismo es diverso en términos históricos y contemporáneos, así como la experiencia vital de las mujeres también lo es, y ciertamente está influida por el nivel socioeconómico, la edad o la etnicidad. Pero hay mucho que es común en las vidas de la mitad de la población y, con todas su diferencias, los feminismos han logrado avanzar la causa de las mujeres, ganando enormes batallas culturales y de modo pacífico.
Las transformaciones que faltan requieren velocidad en todos los ámbitos. Por eso, no solo no es incompatible la lucha porque las mujeres ingresen a la base del trabajo y también a la cima; es justo y necesario. Porque dejar intactos los espacios de poder mantendría viva otra caricatura, una que nos legó la genial dibujante Marge: los clubes de Toby.
Eso sí que sería elitista.