Columna de Pedro Pellegrini: “El periplo del Cardenal”
"Esta columna, sin embargo, no es para tratar lo obvio de la crisis de inmigración que tenemos en el norte, sino que más bien ratificarle a la ministra algo mucho más banal y cotidiano: La dramática experiencia que debe sufrir un simple ciudadano si se le ocurre cruzar, por unos días y por vía terrestre, alguna de nuestras paupérrimas instalaciones fronterizas; particularmente, el paso Cardenal Samoré, que permite pasar al sur de Argentina a la altura de Osorno."
Gran despliegue hemos visto del gobierno en los últimos días, particularmente de la ministra del Interior, Carolina Tohá, respecto a nuestros pasos fronterizos en el norte y de la necesidad de incorporar tecnología y mejorar el poco equipamiento de los pasos fronterizos en nuestro país.
Esta columna, sin embargo, no es para tratar lo obvio de la crisis de inmigración que tenemos en el norte, sino que más bien ratificarle a la ministra algo mucho más banal y cotidiano: la dramática experiencia que debe sufrir un simple ciudadano si se le ocurre cruzar, por unos días y por vía terrestre, alguna de nuestras paupérrimas instalaciones fronterizas; particularmente, el paso Cardenal Samoré, que permite pasar al sur de Argentina a la altura de Osorno.
Acá la historia. Todo partió en un corto viaje de descanso al sur de Argentina a mediados de febrero, con miembros de la familia, entre ellos 2 personas de edad avanzada y una operada de una pierna que debía caminar con muleta. Reconozco que no había pasado por esa frontera antes, pero ni la peor expectativa puede compararse con la sorpresa que significó llegar a Cardenal Samoré y encontrarnos con una fila de 2 o 3 centenares de personas, esperando a la intemperie, sin ningún tipo de facilidad más que un baño tipo container. Lo de intemperie es literal, porque la cola humana era de un estricto orden de llegada y se desparramaba sobre un terreno de tierra, irregular y baldío, sin ningún tipo de facilidad para embarazadas, discapacitados, niños o personas de tercera edad; quienes, sin asientos, techos ni lugares de espera, iban rodeando con santa paciencia la instalación de policía internacional y de aduanas; construcción que no es mucho más que una mediaagua, con algunos muros sólidos y otros tipo cholguán, y con pisos de distintos materiales y variados desniveles.
Al menos tuvimos suerte que tocara un buen tiempo. Sólo 4 funcionarios atendían el primero de los dos trámites que era mostrar la cédula de identidad. Posteriormente, en una segunda e inentendible nueva fila inhumana, otros 3 detectives debían revisar el padrón del vehículo en cuestión. Sólo los camiones tenían una ventana algo más preferente (atención única) y si se traía una mascota, también se podía acelerar el trámite por una ventanilla especial del SAG. Estos dos simples pasos significaban una espera en la aduana chilena de un mínimo de 2 horas y media, promedio. Argentina, en cambio, y a pesar de su mala situación económica, tenía un poco más allá instalaciones sólidas de ladrillos y nobles maderas del sur, con una atención rápida y más personalizada, facilitando el paso de personas de edad, niños y embarazadas, y con una demora no mayor a los 30 minutos (para la misma cantidad de gente), tanto en la ida como en la vuelta.
Si la experiencia de la ida en el cruce fronterizo chileno fue mala, el retorno fue del terror. La pesadilla burocrática para entrar a Chile se podía extender hasta casi por 5 horas porque, al mismo doble papeleo anterior, se agregaban dos trámites adicionales, con sus respectivas filas interminables: La inspección detallada del auto y la revisión del todo-poderoso SAG que, dependiendo del ánimo del inspector de turno, requisa indiscriminadamente para protegernos de potenciales plagas fitosanitarias (pero sin informarnos dónde terminan los productos confiscados).
Al tratar de ver la posibilidad de pedir un asiento o alguna preferencia para las personas de mayor edad, la primera respuesta fue negativa, pero tras insistir logramos acortar en algo los trámites por la gentileza de un detective que, viendo la edad y estado de salud de mis acompañantes, nos ahorró informalmente algunas horas de espera. Lo admirable era que los funcionarios mantenían una atención cordial, a pesar de que ellos mismos reconocían estar agotados de este colapso, con horarios inhumanos de casi 12 horas ininterrumpidas de atención al público.
Entonces, qué le puedo decir a la señora ministra… tarde se dio cuenta el Estado que no tenemos tecnología en nuestras fronteras y que los inmigrantes ilegales entran a Chile con mayor facilidad que los propios chilenos. Pero bueno… tampoco seamos tan negativos, la buena noticia es que el SAG nos cuida de los insectos.
* El autor es abogado y director de empresas, socio Guerrero Olivos.
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