Columna de Pedro Villarino: La violencia como costumbre
Hace algunas semanas, el sargento segundo Carlos Retamal se convirtió en el quinto mártir que enluta a Carabineros en lo que va del año, al ser golpeado con un fierro en la cabeza. A ellos se suman otros 942 Carabineros que han sufrido lesiones en los últimos diez meses. ¿Qué pasó?
Uno de los principales factores que ha contribuido a moldear la contingencia de nuestro país es la violencia. Desde hace ya más de una década, distintos frentes se han vuelto el rostro visible de ello: mientras constatamos continuos y cada vez más agresivos ataques incendiarios, amenazas y tomas de terrenos, especialmente en la Macrozona Sur (con un promedio de 9 atentados cada 30 días en los últimos cinco años), Santiago y otras comunas se han convertido en un escenario donde confluyen la quema de buses, lanzamiento de bombas incendiarias y piedras, realización de carreras clandestinas y espectáculos pirotécnicos, ataques a cuarteles del Ejército, violencia en establecimientos educacionales y espectáculos deportivos, comisión de delitos vinculados a la seguridad pública, tales como encerronas, asaltos, e incluso un aumento exponencial de homicidios.
¿Qué tienen en común todos estos fenómenos? Analizarlas e interpretarlas como síntomas de una misma fuente sería un error. Si bien algunas de ellas se remiten a problemáticas de larga data (Macrozona Sur), otras suponen una aparición reciente en la escena nacional (encerronas, carreras clandestinas). Sin embargo, en todas es posible desentrañar tres caretas que comulgan entre sí: un Estado incapaz para hacer valer el Estado de derecho, una autoridad menoscaba y la habituación que de este tipo de situaciones un sector de la sociedad, vinculado a una izquierda más radical, desarrolló. El problema de esto último, sin embargo, es que nos afecta a todos.
¿Asistimos a una profundización de esta realidad? A estas alturas, no reconocer la grave crisis de seguridad nacional en que estamos constituiría, cuando menos, un desconocimiento grave de lo que ocurre en Chile. Algo así como el vidente que pudiendo ver, se resiste a ello. Y esto pareciera aquejar tanto al Presidente como a su gobierno.
Reivindicar la importancia del diálogo y los acuerdos en una democracia no implica renunciar a ejercer el monopolio de la fuerza legítima por parte del Estado. Y es este, precisamente, el problema que enfrenta nuestro país –y el gobierno en particular- respecto a la violencia y a la crisis de autoridad que nos aqueja. Pretender que sólo a través del diálogo se logre restablecer la paz en La Araucanía o terminar con la trágica realidad que experimentan los establecimientos educacionales emblemáticos de Santiago, es resistirse a aceptar que quienes ejercen la violencia lo hacen, justamente, porque la reivindican como herramienta política legítima y porque no creen en el diálogo.
¿Supone esta visión una claudicación de la paz y de la razón como mecanismo de solución de estos problemas? De ninguna manera. Ejercer el monopolio legítimo de la fuerza del Estado no implica un renunciar al diálogo, como bien lo creen algunos sectores de izquierda. Sin embargo, tampoco es suficiente. Ello debe ir de la mano de una visión integral. Al tratarse de problemáticas culturales y sociales complejas necesariamente deben ser abordadas de la mano del diseño de políticas que se hagan cargo del enmarañado conjunto de factores que convergen en estos fenómenos. Pero estos esfuerzos sólo llegarán a puerto en la medida en que las autoridades aseguren el Estado de Derecho, y mientras ello no ocurra, lamentablemente tendremos que seguir habituándonos a la violencia.
Por Pedro Villarino, profesor investigador Faro UDD
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