Columna de Rafael Sousa: La caza de todos
La idea de la “casa de todos”, en referencia al propósito de nuestros procesos constituyentes, siempre me resultó incómoda. Entiendo el concepto desde el punto de vista comunicacional, en cuanto a transmitir una aspiración de unidad y comunión. Pero, incluso con la mejor intención, deviene en hipocresía, algo que en cierto grado es necesario en toda convivencia, pero cuyo abuso termina develando su falta de esencia. Hoy estamos asistiendo a la fase del proceso constitucional en que el concepto queda desnudo en su inconsistencia, sin más ropajes retóricos que puedan disimular lo obvio: esto nunca se trató de la “casa de todos”. Fundamentalmente porque una Constitución no se trata de eso, pero también porque los dos órganos electos por voto popular para estos efectos, nunca tuvieron esa vocación.
Una Constitución democrática es, en esencia, un acuerdo de convivencia por parte de una comunidad política que, como casi todas las comunidades, está compuesta por personas que no han decidido estar vinculadas y que, naturalmente, tienden a valorar más su moral, estilo de vida, sus intereses y los de su círculo más estrecho, su identidad y circunstancias, por sobre las de los demás miembros. Esto hace de la convivencia un desafío monumental, que en el caso de las naciones suele tener un saldo más negativo que positivo. Por eso, el valor real de una Constitución radica más en limitar los vicios que en promover las virtudes, porque el acuerdo en torno a lo primero es más alcanzable y la efectividad de este texto es mayor en ese aspecto.
Por eso, la idea de la “casa común” sólo logró sobrevivir a las primeras declaraciones de intención. Al poco andar, fue evidente que cada sector quería que su modelo de casa fuera el aceptado, algo así como “mi casa, mis reglas”. La alternativa a eso fue lo que terminamos viendo en la discusión de los aspectos más conflictivos: una especie de casa con pocos espacios comunes. El mérito del texto presentado por la Comisión Experta, radica justamente en que no pretendía ser una “casa de todos”, sino más bien de nadie. Fue un rescatable ejercicio de renuncia, más que de proposición.
Sobre las particularidades de nuestro proceso, la gran desgracia fue el resultado de las dos elecciones que definieron la composición de los órganos electos por voto popular. Difícilmente, un acuerdo de convivencia para el futuro es posible cuando una sola sensibilidad política es suficiente para aprobarlo. Eso fue lo que pasó en la Convención de 2021-22 y en el actual Consejo. La performance de ambos órganos ha sido muy distinta -indudablemente mejor, más serio y sobrio el segundo- pero los une el hecho de que sus grupos dominantes no priorizaron la búsqueda de consensos. No los culpo. Dentro de su oferta nunca estuvo la conciliación y la ciudadanía los eligió así.
Ni siquiera en el diseño de los dos últimos procesos constituyentes, es posible identificar la voluntad de una “casa común”. En este sentido, lo primero es tener una, es decir, que exista una constitución democráticamente legitimada. Con ese propósito, las papeletas de los plebiscitos no hubiesen sido Apruebo vs Rechazo o A Favor vs En Contra, sino Nueva Constitución vs Constitución Vigente. Si esta alternativa tácita se hubiera hecho explícita, la posibilidad de cerrar la cuestión constitucional -de encontrar una “casa” para quienes gustan de esa metáfora- se hubiera hecho más factible. En cambio, el proceso ha devenido en una “caza de todos”, un ejercicio propio de la política contingente, cuyo propósito termina siendo abatir al otro. La efectividad de este ejercicio puede haber sido la principal explicación de que en los dos plebiscitos y elecciones constitucionales -y si todo se mantiene igual, también en el de diciembre- se hayan impuesto las alternativas impugnatorias.
Es casi un hecho que este proceso constitucional va a terminar sin que se cumpla su objetivo mayor, que era lograr un texto ampliamente aprobado por las fuerzas políticas y luego por el voto popular. Algunas lecciones que ya podemos ir anticipando indican, en primer lugar, que debemos perseguir objetivos más sobrios, que resistan los embates de la realidad y, por lo tanto, estén menos expuestos a la decepción. La constitución siempre se ha tratado de un acuerdo para la convivencia futura. Quizás esa debió ser nuestra fuente de inspiración, más que una “casa común”, que evoca los afectos inmediatos y no el aprecio despersonalizado que se puede sentir por los miembros de una comunidad nacional. Lo segundo es que la convivencia requiere fundamentalmente de renuncia, de entender que los sueños de unos son la pesadilla de otros. Esta ha sido la principal deuda del proceso.
Por Rafael Sousa, socio en ICC Crisis, profesor de la Facultad de Comunicación y Letras UDP
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