Columna de Rafael Sousa: Qué hacer con la mentira



Hemos asistido a la peor campaña política del último tiempo. Quizás el agotamiento constitucional hizo lo propio con las ideas. Quizás la paradójica posición en que quedaron la derecha y la izquierda, con roles invertidos respecto de 2020 y 2022, significó una tarea demasiado dura en cuanto a administrar contradicciones. Probablemente el desinterés ciudadano derivó en campañas que privilegiaron el estímulo fuerte como forma de capturar la esquiva atención pública. El hecho es que esto, puesto sobre una escena política deteriorada y polarizada, dejará una lamentable herencia: la mentira como un pilar central de la comunicación política. ¿Qué hacer con esto?

La mentira, en política y en cualquier campo, es tan antigua como la verdad. Pero la masificación del acceso a mentir es nuevo. Este era un privilegio de pocos, reservado a actores en posición de poder. Tanto es así que la filosofía política, en distintas épocas, ha justificado su ejercicio cuando es sabio y persigue el bien común. De eso se trata la “mentira noble” de Platón. Pero en este siglo la posibilidad de mentir masivamente se democratizó, como una externalidad negativa de la democratización en el acceso a recursos que facilitan la libertad de expresión a gran escala. Dada su efectividad, la mentira goza cada vez más de una siniestra aceptación, pasando de ser un recurso a un sistema. Sus efectos directos son medianamente evidentes, pero los indirectos apenas los conocemos: marginalización de los actores moderados, vaciamiento del centro político, inhibición de la participación en política, entre otros.

Cualquiera sea la opción ganadora, pasado el plebiscito quedará instalada con sentido de urgencia la necesidad de reducir el impacto de la mentira en nuestra democracia. La pregunta es cómo controlar este vicio sin erosionar el derecho a expresarse libremente. Las respuestas no son fáciles ni obvias. Distintos países y bloques han ensayado algunas bien orientadas. Por ejemplo, la Unión Europea ha trabajado en crear capacidades de detección y respuesta contra la desinformación, educar a la ciudadanía y facilitar códigos de buenas prácticas a las plataformas de redes sociales, entre otras medidas. Sin embargo, todo indica que los recursos para mentir crecerán en masividad, sofisticación y efectividad, yendo varios pasos por delante de la capacidad de control, intensificando el proceso de deterioro y polarización de la política.

Mientras buscamos mejores respuestas, lo prudente es evitar el daño mayor. Esto significa, desde ya, que cualquier política pública al respecto tenga como objetivo evitar la circulación de la mentira, pero no promover la verdad. En lo primero existe campo para el acuerdo, en lo segundo solo hay espacio para el autoritarismo. Esto también implica poner límites claros a la acción del Estado en este sentido. Pensar que su teórico carácter neutral garantiza una acción ecuánime, es uno de los mayores riesgos en esta materia.

Por Rafael Sousa, socio en ICC Crisis y profesor de la Facultad de Comunicación y Letras UDP

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