Columna de Rodrigo González: Licorice Pizza: amores incompletos en los años 70
Licorice Pizza no pasma como The Master (2012) ni descoloca como Vicio Propio (2014). Más bien engancha y seduce como Boogie Nights hace ya 25 años. En este sentido la cinta puede ser doblemente nostálgica.
Después de hacer su película más atípica e inclasificable, la magnífica El Hilo Fantasma (2017), Paul Thomas Anderson regresa a las pistas del cine que más conoce, a las soleadas calles de California. Para ser exactos, a Encino, en el Valle de San Fernando, al noreste del centro de Los Angeles, en 1973. Es la zona donde él creció, como hijo de un director de televisión. Es el barrio de la infancia y de la adolescencia, el mapa de su nostalgia y de sus anhelos. Lo que resulta es, desde muchos puntos de vista, una gran película.
Licorice Pizza no pasma como The Master (2012) ni descoloca como Vicio Propio (2014). Más bien engancha y seduce como Boogie Nights hace ya 25 años. En este sentido la cinta puede ser doblemente nostálgica: muchos de los que ya pasaron los 40 años se acordarán de su adolescencia o juventud descubriendo a aquel Paul Thomas Anderson de fines de los 90, el hombre que filmaba California como pocos y que inundaba sus historias con meticulosas bandas sonoras.
Pues bien, la noticia es que Anderson ha envejecido con aplomo y ha sedimentado su talento. Se toma su tiempo para filmar (de tres a cuatro años), no baila al ritmo de otros y es capaz de contarnos ahora una historia de amor improbable sin caer en remilgos ni imposturas. El primer toque de genio es un casting perfecto, con dos protagonistas desconocidos que imantan la cámara, la pantalla y probablemente el set de rodaje.
Cooper Hoffman (hijo del fallecido Philip Seymour Hoffman) es Gary Valentine, un quinceañero que representa más edad, y Alana Haim (vocalista del grupo Haim) es Alana Kane, la asistente del fotógrafo del colegio al que va el muchacho. Gary es todo desparpajo, iniciativa y ganas de torcerle la mano al destino. Alana es independencia, fortaleza de carácter y una dulzura que no puede esconder, aunque lo quiera. Ambos saben que la diferencia de edades atenta contra cualquier relación romántica, pero aún así la vida los une, separa y vuelve a juntar. Aunque cada cual tenga parejas pasajeras, la tensión entre Gary y Alana tiene el rostro y la figura del amor.
La película es despeinada y cálida, la cara opuesta de la estética fría y clínica de El Hilo Fantasma. Es probable que el personaje de Gary sea a veces unidimensional en su incontrarrestable optimismo y aquí hay que agradecer a P. T. Anderson su sensibilidad al privilegiar más al personaje de Alana. Probablemente el realizador esté tan enamorado de ella como el mismo Gary, pues de lo contrario no se entenderían las sucesivas escenas en que la sigue a todas partes, casi siempre de cuerpo entero, muchas veces corriendo y siempre expresiva. Para ser honestos, Licorice Pizza es una película en movimiento constante. Todos se desplazan: a pie, en Ferraris, en camiones o en motocicletas. Desde la primera a la última escena hay tracción física y energía en el aire.
La banda sonora encaja algunos grandes éxitos de siempre en voz de David Bowie, Paul McCartney o Jim Morrison, pero también temas de la cosecha de gustos personales de Paul Thomas Anderson. Y a final de cuentas, es ese toque propio y autobiográfico lo que hace de Licorice Pizza una película cercana y emotiva. Haciendo alusión a su gastronómico título, uno tiene derecho a repetición.
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