Columna de Rodrigo Guendelman: Paisajes para el pueblo
Llevo semanas leyendo una notable edición y compilación de la arquitecta experta en paisaje, Romy Hecht, sobre ensayos de Frederick Law Olmsted, cuyo título es poderoso, literal y político: “Paisajes para el pueblo”. Hasta esta lectura, para mí Law Olmsted era el creador de Central Park, así como Carlos Martner es el creador de las Piscinas Tupahue y Antilén. Joyas de la arquitectura del paisaje, pero hitos tangibles en el fondo. Lugares. Espacios. No imaginaba la profundidad conceptual y la visión pionera de Frederick Law Olmsted. Cada uno de los ensayos que leí en este libro me ha hecho conocerlo y admirarlo un poco más, y hoy lo tengo en ese mismo panteón donde se ubican próceres como Benjamín Vicuña Mackenna y Alberto Mackenna Subercaseaux.
Cuando en el primer ensayo, “El parque del pueblo en Birkenhead”, Law Olmsted camina por ese suburbio de Liverpool, describe el parque diseñado por Joseph Paxton como un “magnífico lugar de recreación que es completa e irrestrictamente y por siempre del pueblo. El campesino británico más pobre es tan libre de gozarlo por completo como lo es la Reina de Inglaterra”, agrega. Tremendo. ¡Qué importancia cívica que reconoce ya en 1851 Law Olmsted a este tipo de espacio público!
Se me cruzan en la cabeza tantas personas que admiro gracias a este trabajo de Romy Hecht y Orjikh Editores. Pienso en Teodoro Fernández homenajeando a Burlé Marx en las veredas del Parque Bicentenario de Vitacura por ese regalo que hizo el brasileño a Chile, un parque de 60 hectáreas alrededor de la Cepal, que nunca se concretó. Pienso en Elemental, la oficina de arquitectura que lidera Alejandro Aravena, diseñando el Parque de la Infancia en Recoleta y entendiendo el potencial del canal del Carmen. Pienso en Vicuña Mackenna usando su chequera personal para terminar de hacer el cerro Santa Lucía. Pienso en la paisajista argentina Sonia Berjman que debe vivir en el exilio por defender y salvar un parque de Carlos Thays en Buenos Aires.
Me hace, además, meditar en muchas cosas Law Olmsted. Fue él quien instauró esa idea que hoy parece obvia: el uso de los espacios naturales en favor del bienestar de la ciudadanía por sobre el interés económico de una élite. Así como Humboldt determinó nuestra visión actual de la naturaleza, Olmsted lo hizo con los parques como espacios democráticos y accesibles, con ese deber político, ese asunto de interés público que implica que debemos contar con sistemas de parques urbanos. Cuando Frederick Law Olmsted escribe sobre Yosemite en 1865, dice que “el principal deber del gobierno, sino el único, es proporcionar medios de protección contra los obstáculos, insalvables de otra manera, a todos los ciudadanos en busca de la felicidad, búsqueda a la que el egoísmo de los individuos o asociaciones de individuos puede interponerse”. ¿No es acaso lo mismo que, 157 años después, es decir hoy, pide la campaña “Queremos Parque” respecto de esas 142 mil hectáreas entre los valles del río Olivares y el río Colorado?
Hay tanto para aprender de las reflexiones de este gigante. “El deleite del paisaje utiliza a la mente sin fatigarla y aún así la ejercita, la tranquiliza y la vivifica; y así, a través de la influencia de la mente sobre el cuerpo, proporciona el efecto de un descanso refrescante y la revitalización de todo el sistema”, escribe. Y yo siento que pone palabras en mi cabeza para traducir lo que siento cuando camino y procrastino en parques tan distintos como el Cementerio General, el acceso Zapadores del Parque Metropolitano (especialmente en primavera), la Quinta Normal en todas sus estaciones, el Parque O´Higgins, el Parque André Jarlan, el Bicentenario de Cerrillos y el de Vitacura, el nuevo sendero del cerro Calán, un paseo por el cerro Alvarado o el cerro del Medio. En fin, caminar o trepar levemente para deleitarse sin fatigarse.
Hay otra cosa que quiero rescatar de Law Olmsted. Es un fanático de las ciudades, de la vida urbana. En “Parques públicos y la expansión de las ciudades” (1870) cita al semanario Overland Monthly y escribe “sólo en la ciudad el ser humano se puede alimentar con la savia de la vida”. Y luego anota con su propia pluma: “Comparemos simplemente las ventajas en cuanto a escuelas, bibliotecas, música y las bellas artes. La gente más rica difícilmente puede tener acceso a estas en el campo, como sí puede tenerlo la trabajadora más pobre aquí en Boston al mero costo de caminar una corta distancia sobre una vereda buena, firme y limpia, iluminada durante la noche y atractiva gracias a las fachadas de las tiendas y a la diversidad de los transeúntes”. Lo mismo lo diría de manera más sofisticada el economista Edward Glaeser en 2011 con su libro “El triunfo de las ciudades”, convirtiendo ese texto en un referente urbano.
Pero claro, a todos esos beneficios que nuestro protagonista encuentra en la ciudad, le asigna costos inevitables: contaminación, falta de espacio, stress y bajas dosis de empatía. Algo que, tiene muy claro Olmsted, sólo se agravará con el crecimiento de esas urbes en el futuro. Y ahí están, entonces, los parques como medio “para contrarrestar los males de la vida de la ciudad”. “Nunca, en toda mi vida, he visto grupos de personas más alegres”, dice Olmsted para referirse a los asistentes a un parque público, un espacio que define como “simple, abierto, amplio, y cubierto de pasto limpio, con suficiente superficie de juegos, y con un número de adecuado de árboles para proporcionar variedad de luz y sombra”.
Cierro esta columna destacando que esta es la primera vez en la historia que un texto de Law Olmsted es traducido al español. Ya era hora, ¿no?
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