Columna de Samuel Fernández: Necesidad de una diplomacia profesional
Lo sucedido con nuestra representante en Reino Unido no dejó mayores alternativas que dejar el cargo o enfrentar una potencial e inconveniente polémica entre los dos países. La monarquía británica no propone proyectos particulares, ni internos de otro Estado, y menos, en la estricta y protocolar ceremonia de presentación de las cartas credenciales de un embajador. Al Rey no le corresponde, solo se limita a manifestar su interés, cortésmente, o resaltar aquellas instituciones que patrocina, o lo hace la Casa Real. Le compete al gobierno del momento. De existir algún proyecto, se deberá gestionar, de manera oficial, por los canales diplomáticos: el Foreign Office o nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores, en su caso, quienes decidirán si es conveniente. El Rey no lo decide.
Lo ocurrido no se ajustó al procedimiento pertinente, ni a una práctica usual. Si se hubiese consultado al respecto, la respuesta lo podría desmentir, creando un desacuerdo y hecho insostenible la posición de la embajadora. El Rey no se involucra en la inversión de fondos de su país, no está entre sus atribuciones, y nunca, en inversiones de un país extranjero. La renuncia oportuna de la embajadora puso fin al tema, y demostró la mano experimentada del canciller Van Klaveren, evitando malentendidos.
La diplomacia tiene normas jurídicas precisas, consagradas en varias convenciones internacionales, como las de Viena, sobre Relaciones Diplomáticas y de Relaciones Consulares. Además, tiene prácticas insoslayables, muy severas, que deben cumplirse estrictamente. No son meras formas de cortesía, sino que constituyen signos de respeto, entre el país acreditado y el país receptor. Al cumplirse, son una herramienta irremplazable de las relaciones entre estados. Por lo tanto, no proceden iniciativas propias, sino solo aquellas detenidamente analizadas y autorizadas, según el interés nacional, como políticas de Estado; o bien, como prioridades de los respectivos gobiernos. Las cancillerías pueden proponerlas, y quien dirija las relaciones exteriores, instruye a la diplomacia, que las ejecuta. Así es en nuestro ordenamiento constitucional tradicional.
Es el Ministerio, quien analiza, decide, y comunica a sus misiones en el exterior, y vigila su cumplimiento. Por lo cual, se requiere de una formación previa exhaustiva y rigurosa, adquirida desde la Academia Diplomática, y perfeccionada en cada destinación de nuestro Servicio Exterior. No caben improvisaciones. También hay nombramientos de figuras políticas importantes, que todo gobierno busca. Ojalá como casos excepcionales, pues hay mayor confiabilidad en quienes son profesionales, que deben asesorar a los que no lo son, y por sobre todo, ser escuchados.
En la actualidad, ante tantos desafíos en el mundo, y la proliferación de organismos, y reuniones de alto nivel entre jefes de Estado, la diplomacia ha adquirido mucha importancia, sea para obtener los objetivos nacionales, o para superar los desencuentros, o errores que pudieren ocurrir. Con voluntad y paciencia se puede lograr, pero requiere de mucha experiencia, sobre todo, cuando se incurre en alguna impericia, por pretender conocerla. Es un arte difícil, que se desarrolla capacitándose y ejerciéndose. El traspiés ocurrido, refuerza la necesidad de una diplomacia profesional.
Por Samuel Fernández, ecadémico Fac. de Derecho U. Central y Embajador (r) del Servicio Exterior