Columna de Sasha Mudd: Los demócratas semi-leales y el futuro de la democracia chilena

Ceremonia 50 años del Golpe de Estado
11 Septiembre 2023 El Presidente Gabriel Boric junto a Presidentes de latinoamerica , autoridades, Ministros de Estado e invitados encabezaron la conmemoracion de los Ceremonia 50 años del Golpe de Estado del 11 de Septiembre de 1973. Foto: Andres Perez


A medio siglo desde el trauma histórico del golpe de estado, Chile tiene una oportunidad dorada de reafirmar su compromiso transversal con la democracia y el estado de derecho. Ahora que el 11 de septiembre ha quedado atrás, es un buen momento para reflexionar sobre cómo nos está yendo. ¿El país se ha mostrado a la altura de las circunstancias? ¿Podemos decir que estamos aprobando el examen?

En una democracia sana y resiliente, esperaríamos ver a líderes de todo el espectro político pronunciándose en contra del golpe, tanto a quienes estaban ideológicamente alineados con Pinochet y que se beneficiaron de la dictadura cívico-militar, como a aquellos que se opusieron y que sufrieron a causa de ella. Pero el balance de este aniversario es difuso. El consenso que esperábamos ver en torno al “nunca más” parece fragmentado y bajo asedio.

Mientras los partidos de derecha se negaron a firmar el ‘Compromiso por la democracia’, se ha vuelto cada vez más aceptable afirmar que el golpe era “inevitable”. El homenaje oficial a Salvador Allende que tuvo lugar en la Cámara de Diputados estuvo marcado por la escasa presencia de la oposición. Y la lista sigue. 50 años después, cuando parecía que el país había avanzado lento, pero constantemente en rechazar su pasado violento y antidemocrático, ¿qué explica esta tendencia renaciente de reivindicar el golpe y la dictadura?

¿Es que hay un acuerdo cada vez mayor entre derechistas que el estado tiene el derecho de infligir violencia extrajudicial bárbara a ciudadanos opositores que percibe como enemigos? ¿Quiénes se niegan a condenar el golpe estarían de acuerdo en que un gobierno de derecha elegido democráticamente debiera, bajo ciertas circunstancias, ser derrocado violentamente por el bien mayor? ¿Considerarían que su propia subyugación a un régimen militar de izquierdas podría ser justificable dependiendo de los fines sociales y políticos a alcanzar? Mi apuesta es que no.

Quienes buscan justificar la dictadura aspiran a un mundo donde sus derechos son sagrados, pero los de los demás son negociables. Se declaran con orgullo a favor de la democracia cuando su bando está ganando, pero parecen no tener problemas en justificar su destrucción si eso es lo que se requiere para mantenerse en la cima. La hipocresía moral de este abierto doble estándar – un conjunto de reglas para nosotros, otro para ellos – es profundamente inquietante. Peor aún, habla de las nocivas dinámicas polarizadoras que están debilitando una vez más la democracia chilena, dinámicas que – como nos muestra la historia – pueden presagiar su caída.

Aquí es instructivo recurrir a la distinción del politólogo español Juan José Linz entre demócratas leales y semi-leales. Los semi-leales son figuras del establishment y respetables actores políticos, personas en gran medida incapaces de instigar violencia política por sí mismos. Profesan al menos un compromiso pasajero con las reglas democráticas y con la apariencia de juego limpio. Pero tales personas, la historia ha demostrado, juegan un papel crucial en el surgimiento y consolidación de gobiernos autoritarios. ¿Cómo?

En lugar de condenar o pronunciarse en contra de extremistas violentos y antidemocráticos que comparten su orientación ideológica, los toleran, acomodan y normalizan. Tales personas ven la subversión de la democracia y el estado de derecho como un medio para alcanzar sus fines partidistas, económicos o ideológicos, o como un precio tolerable a pagar en el camino para avanzar sus propias carreras, posición social, o intereses de clase. En lugar de unirse con rivales partidistas o adversarios ideológicos para defender la democracia y condenar el comportamiento antidemocrático, estos demócratas semi-leales eligen proteger su relación con aliados antidemocráticos.

El registro histórico en Chile, como en otros lados, es claro: los aspirantes-a-autócratas no destruyen las democracias por sí mismos. Mas bien, el descenso al autoritarismo requiere de demócratas semi-leales dispuestos a tratar la política como un enfrentamiento binario entre “nosotros” y “ellos”, donde el otro debe ser derrotado a toda costa. Los semi-lealistas no buscan arruinar la democracia desde el inicio, pero gracias a su cobardía y oportunismo, el autoritarismo violento reemplaza el estado de derecho por una política basada en el miedo y la agresión. Esta es una política en la que, como Chile sabe dolorosamente, todo vale.

Por el otro lado, ser un demócrata leal significa valorar y defender en voz alta la democracia y los derechos humanos por encima de intereses partidistas y de beneficios a corto plazo. Implica el coraje de rechazar esta visión agónica de la política, como una lucha existencial entre nosotros y ellos, basada no en los principios compartidos sino en emociones binarias y primitivas.

Con la memoria de la dictadura y el compromiso con los DDHH siendo instrumentalizada como otra herramienta más para golpear a los oponentes, conviene recordar que la democracia no es solo un sistema de gobierno consagrado en el papel, sino un pacto viviente de respeto mutuo basado en el principio de nuestra humanidad compartida. Lamentablemente, no se sostiene por sí sola. Está sostenida por la valentía y lealtad de aquellos capaces de denunciar el discurso y comportamiento antidemocrático a pesar de sus costos. Mas que nunca, Chile necesita que demócratas leales de todo el espectro político levanten sus voces ahora.

Sasha Mudd, Instituto de Filosofía, PUC.

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