Columna de Sebastián Edwards: autodenuncias y fracasos
Las autodenuncias saltaron al tapete la semana pasada, luego de que el presidente Sebastián Piñera fuera visto en una playa de la Quinta Región, paseándose sin mascarilla. Al mismo tiempo, muchos asocian la palabra “fracaso” con este gobierno.
Pero a mí, la combinación “autodenuncia” y “fracaso” me hace pensar en otro político: Daniel Jadue, el alcalde de Recoleta. Esta asociación automática no se produce por algo que haya hecho, o dejado de hacer, el alcalde, sino por su militancia en un partido tan del siglo pasado como el Partido Comunista de Chile, partido que, como dijo Agustín Squella, el flamante candidato a la Comisión Constituyente, no respeta las libertades individuales.
La verdad es que es difícil entender que tres décadas después del colapso de la Unión Soviética (URSS), aún existan los partidos comunistas.
En su página de Facebook, el Partido Comunista de Chile se declara como “una organización marxista-leninista… que aspira a la construcción de una sociedad sin clases.”
El problema es que muchos partidos leninistas tuvieron la oportunidad, en el siglo pasado, para demostrar los méritos de su modelo, y producir una sistema amable e igualitario donde todos pudieran vivir con equidad, paz y dignidad. Pero no lo lograron. Después de más de medio siglo de organizar la sociedad de acuerdo a los preceptos leninistas y de detentar un poder absoluto, los resultados fueron paupérrimos.
El fracaso y la desafección de la gente en la URSS fueron tales, que el 26 de diciembre de 1991, el país se autodisolvió. Sus líderes reconocieron públicamente que más de 70 años de gobierno basados en los principios del leninismo habían terminado en un rotundo colapso.
Se auto denunciaron como incompetentes y aceptaron, frente a la opinión pública del mundo entero, su fracaso.
Para comprender la magnitud de este acto, es necesario poner la “autodisolución” de la URSS en la debida perspectiva histórica. Los líderes de una nación soberana, con un aparato estatal poderosísimo, con unas fuerzas armadas con millones de combatientes, con un arsenal nuclear capaz de destruir al mundo en pocos minutos, con científicos y artistas de primerísimo nivel, y con recursos naturales en enorme abundancia, nos dicen a fines de 1991:
“Señoras y señores, lo hemos hecho tan pero tan mal, nos hemos equivocado de una manera tan profunda, hemos hecho tanto daño y hemos causado tanto dolor a tanta gente, que creemos que lo mejor es, simplemente, dejar de existir.”
Curiosamente, desde la postguerra, la “autodenuncia” y “autodisolución” afectaron casi exclusivamente a países gobernados de acuerdo a los principios leninistas. Hoy no existen la URSS, Checoslovaquia, la República Democrática Alemana, ni la antigua Yugoslavia. Todas han dejado de existir producto del fracaso de sus políticas. Históricamente, muchos países han desaparecido después de perder una guerra. También hay naciones - Birmania, Ceylán - que cambiaron de nombre. Pero los casos de disolución, de motu proprio, se cuentan con los dedos de las manos.
Mucha gente pensó que a los comunistas chilenos había que darles el beneficio de la duda. Pensaron que, a pesar de haber mantenido su nombre - nombre que muchos asocian con una resistencia heroica a la dictadura -, su pensamiento podía haber evolucionado. Tal vez, se dijeron estos analistas benignos, los comunistas locales se habían desprendido del leninismo y habían aquilatado las enseñanzas de las izquierdas modernas y democráticas. Era posible que aceptaran que la persecución de intelectuales como Joseph Brodsky y Eduard Limonov, entre muchos otros, era una aberración.
Pero una sucesión de hechos demostró, una y otra vez, que tal moderación no existía. Las felicitaciones recientes a Nicolás Maduro, por las fraudulentas elecciones venezolanas, echan por tierra cualquier esperanza democrática sobre los comunistas nacionales. No se trata de personas que consideran a Marx (sin Lenin) como un filósofo agudo y de pensamiento útil. Continúan siendo autoritarios, no respetan las libertades políticas e individuales, y siguen pegados al leninismo, cuyo fracaso ha sido confirmado una y otra vez por la historia.
Entonces, me pregunto ¿Por qué querrá el diputado Jackson, y su facción del Frente Amplio, armar una coalición con un partido que rechaza las libertades? ¿Por qué querrán asociarse con el representante de uno de los mayores fracasos en la historia de la humanidad? ¿Por qué quieren transformar a esa izquierda nueva y contestataria que entusiasmó a tantos con Beatriz Sánchez, en una izquierda adusta, marchita, y del siglo XX? La verdad es que no tengo respuestas; como tantos, tantas y tantes, estoy perplejo.
(Agradezco a mi amigo, el editor Felipe Gana, por su ayuda en la revisión de esta columna. Me instruyó que el problema no es Marx; el problema es Lenin.)