Columna de Sebastián Edwards: California y el fuego
Los vientos “Santa Ana” son habituales durante esta época del año. Lo que no es usual es la fuerza con la que azotaron Los Ángeles la noche del 7 de enero, alimentando una de las peores catástrofes en la historia de California. La devastación es difícil de comprender. Manzana tras manzana de casas quemadas, de colegios arrasados, de bares y restaurantes que ya no existen, de supermercados reducidos a cenizas.
Los “Santa Ana” son vientos que, en vez de seguir el patrón normal -desde el océano hacia tierra firme-, soplan en sentido contrario. Son vientos “invertidos” que bufan desde el desierto hacia el mar. Es un aire caliente y seco que se mete por los cañones de las montañas de San Gabriel, que entra por las rendijas de Topanga, que se cuela entre los cerros de Pacific Palisades y desemboca con ira en las playas de Santa Mónica y de Malibú.
Con esos vientos basta una chispa para que se arme un incendio infernal. El viento, furioso, va esparciendo las llamas de techo en techo, de casa en casa, de palmera en palmera. Se queman los arbustos y las hojas acumuladas durante años en los jardines de casitas que datan del siglo XIX, o en los grandes parques de mansiones recientes. Se queman los estudios cinematográficos, las casas de arquitectura icónica, los “drive in” que frecuentaban James Dean y Marlon Brando, los estudios de grabación donde hicieron sus armonías los Beach Boys. Se quema todo, sin excepción
Mi relación con el fuego es antigua. Durante años fui voluntario de la Primera Compañía de Bomberos de Santiago, “Deber y Constancia”. Mis compañeros fueron los primeros en llegar a La Moneda el 11 de septiembre de 1973; verdaderos héroes y testigos presenciales del día más trágico de nuestra historia. Pero, a pesar de las docenas de grandes incendios en los que laboré, nunca presencié algo parecido a lo que hemos vivido en estos días en California del Sur.
Los incendios afectaron dos áreas alejadas y muy diferentes. Pacific Palisades es un barrio elegante, muy caro, cercano al océano, con grandes mansiones donde viven -o, mejor dicho, vivían- actores, actrices, cantantes, productores y directores de cine, banqueros, médicos y abogados poderosos. También uno que otro profesor de UCLA. Sus avenidas son (eran) ordenadas, con grandes árboles. Algunas de las calles trepan por los cerros y tienen vistas espectaculares del océano. La zona comercial estaba repleta de tiendas, restaurantes, bares, gimnasios, librerías, cafés, centros de yoga y de pilates. Al llegar al mar, y hacia el norte, Pacific Palisades se convierte en la famosa comunidad de Malibú, con sus casas como insectos de largas patas sobre la playa. Muchas de ellas destruidas. Los Palisades y Malibú habían sufrido incendios masivos en el pasado, pero nunca de esta envergadura.
Altadena, el segundo centro de incendios, queda tierra adentro, en los faldeos de las montañas de San Gabriel. Al otro lado de esos macizos está el desierto, con el aire caliente que durante nuestro invierno alimenta a los “Santa Ana”. Altadena es una comunidad de clase media, de profesionales jóvenes, de técnicos que trabajan en el famoso Jet Propulsion Lab. Una proporción importante de sus habitantes son afroamericanos. Inmediatamente al sur de Altadena está Pasadena, parcialmente afectada por el fuego.
Las autoridades han subido a las redes mapas que muestran todas las casas de cada barrio (tipo Google Maps). A medida que obtienen información van poniendo casitas de distintos colores sobre cada propiedad: roja significa completamente destruida; amarilla, con daño de cerca del 50%; verde, daños menores; negro, está en pie. Así es como los habitantes se enteran de qué pasó. La policía tiene acordonadas las zonas afectadas y nadie puede entrar. Yo reviso los mapas a cada rato. Poco a poco se han transformado en un mar de rojos. Las casitas negras aparecen en los márgenes del incendio y, de vez en cuando, en un bolsón que milagrosamente se salvó. Se estima que las estructuras destruidas serán más de 15 mil; la reconstrucción va a tomar años.
El colegio de mi nieta Aurelia (11 años) queda en el límite entre Pasadena y Altadena y fue arrasado por las llamas. Sólo quedan la chimenea de ladrillos y una estatua. Nada más. La profesora del quinto grado les escribió una carta a los/las estudiantes: “Queridos alumnos… Como ustedes saben, nuestro colegio estaba en el camino del fuego… No tenemos edificios, ni útiles, ni libros, ni pupitres, ni gimnasio, ni instrumentos musicales… Pero sí tenemos colegio…, porque el colegio son ustedes, los alumnos y las alumnas…”.
La sociedad civil ha reaccionado con unidad y una enorme solidaridad. Hay centros de ayuda en todas partes. Pero los políticos de los extremos se han aprovechado para impulsar sus narrativas exageradas, sesgadas, inexactas o, derechamente, mentirosas. La peor, quizás, es que el incendio no se pudo combatir porque los bomberos han incorporado a personas de las diversidades sexuales a sus filas. No hay que ser un experto, ni haber sido bombero, para saber que eso no es verdad. Todos han trabajado con dedicación y valor; son todos y todas héroes y heroínas del momento. Lo que sí es verdad es que por años se ha recortado el presupuesto, lo que ha dejado a carros bomba, a escaleras telescópicas, a ambulancias y a otros equipos fuera de servicio.
Los “Santa Ana” son vientos antiquísimos que, arremolinados, se pasean con furia por estos lares desde tiempos milenarios, alimentando incendios y devastación. La pregunta es si estaremos mejor preparados en el futuro.
Por Sebastián Edwards
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.