Columna de Sebastián Edwards: Elon Musk vs USAID

Foto: REUTERS.


Hasta hace unos días casi nadie sabía qué era USAID. Era una sigla más en la ensalada de acrónimos que desfilan permanentemente frente a nuestros ojos. Los más informados sabían que se trataba de la “Agencia de Ayuda para el Desarrollo” de Estados Unidos, pero pocos conocían su misión y los detalles de su funcionamiento.

Todo cambió el 20 de enero, cuando Donald Trump fue inaugurado como Presidente de Estados Unidos. Ese mismo día Elon Musk y su equipo del DOGE iniciaron un ataque frontal contra la institución. Fue acusada de desperdicio y fraude, de promover programas corruptos y de malgastar el dinero de los contribuyentes. Muchos de sus funcionarios fueron despedidos, y sus programas de ayuda humanitaria –salud y nutrición, entre otros– fueron suspendidos. El futuro de USAID está en el aire y depende de lo que decidan las cortes de justicia.

Resulta que durante años trabajé, como consultor, con la agencia. La conozco bien, conozco sus programas y a sus profesionales. Cerrarla, como han planteado Trump y Musk, sería un error con enormes costos para la humanidad. No cabe duda de que necesita reformas, pero reformar no es lo mismo que eliminar. Esto es especialmente cierto si no hay una institución bien diseñada que se haga cargo, de inmediato, de aquellas funciones útiles o necesarias.

USAID fue creada por John F. Kennedy en 1961, y a través de los años ha tenido tres funciones relacionadas entre sí. La primera es financiar proyectos humanitarios en países pobres. En Chile estos programas fueron importantes en los 1960 y 1970 (excepto durante los años de la UP). Hoy siguen siendo vitales en las naciones más pobres de África, Asia y América Latina. Una segunda función es “comprar buena voluntad” para los EE.UU.. Este papel propagandístico nunca ha funcionado bien. Es muy posible que muchas de estas funciones estén rodeadas de corrupción y abuso. Una tercera función ha sido promover los valores políticos y culturales occidentales en el resto del mundo. Estos proyectos han tenido resultados mixtos, y muchos de ellos –especialmente los que promueven las políticas identitarias– son fuertemente cuestionados por la mayoría de la población.

Colaboré con USAID durante los años noventa y la primera década de este siglo en varios países, incluyendo en Rusia y Tanzania. El proyecto más interesante, sin dudas, fue en la Nicaragua post-Sandinista.

En 1990, para sorpresa de todo el mundo, Violeta Barrios de Chamorro ganó las elecciones presidenciales en Nicaragua. La viuda del periodista Pedro Joaquín Chamorro –quien fuera asesinado por los esbirros del dictador Anastasio “Tacho” Somoza– derrotó a Daniel Ortega.

Después de una década de gobierno Sandinista –gobierno apoyado por Cuba y la URSS-, Nicaragua enfrentaba una crisis de proporciones raramente vistas. La producción nacional se había desplomado, el desempleo era rampante, las exportaciones casi habían desaparecido, el desequilibrio externo llegaba a proporciones mayúsculas, el déficit público superaba el 40% del PIB, y los mercados negros eran generalizados. Pero lo peor era una hiperinflación aguda y rebelde. En 1989 la inflación superó el 14.000% y el PIB cayó en 12%.

Además de la crisis económica, el país estaba sumido en un conflicto armado entre las fuerzas sandinista –apoyadas y financiadas por Cuba– y los llamados Contras, financiadas y armados por la CIA y los EE.UU.. En los montes de Nicaragua se vivía un capítulo más de la Guerra Fría.

En mayo de 1990 recibí una llamada de una funcionaria de USAID, quien me preguntó si podía asesorar al nuevo gobierno. Acepté de inmediato. Para un economista es irresistible la idea de luchar contra una hiperinflación de más del 10.000%. Fue así como pasé más de un año yendo y viniendo a Managua. Mi oficina estaba en el Banco Central, cerca de la antigua catedral, destruida en uno de los terremotos. Trabajé codo a codo con el ministro del Interior, Antonio Lacayo, un ingeniero brillante que en las reuniones tomaba notas detalladas en unas pequeñas libretas negras que iba rellenando con una letra pequeñísima. Desde la distancia sus escritos parecían hileras de hormigas, una debajo de la otra. El tema central era cómo parar la inflación y si la creación de una moneda dura y paralela (el Córdoba Oro) iba a lograrlo. Toño Lacayo falleció en el 2015 en un trágico accidente de aviación.

Uno de los desafíos políticos de esa época era desarmar a los Contras. Para ello, y (creo) con ayuda de la USAID, el gobierno decidió pagar por las armas que los guerrilleros fueran entregando. Había precios para todo: los precios más altos eran para los lanzacohetes y las AK-47, y los más bajos para los revólveres “mata gatos” calibre 22. En una oportunidad acompañé al ministro de hacienda Emilio Pereira en una salida a terreno, a “comprar” armas. En un mesón se colocó una enorme pila de dinero, y más de un centenar de personas hicieron fila con sus “fierros”. Sentado al lado de Pereira y con un gran sombrero al más puro estilo de Sandino yo miraba las transacciones; un señor de frondosos bigotes entregaba un Winchester y recibía un puñado de billetes; un adolescente sacó de un morral cuatro granadas y con una en la mano exigió un pago mayor al de la lista. Se lo dieron. Recuerdo haber pensado que se trataba de una estupenda manifestación de las fuerzas del mercado.

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