Columna de Sebastián Edwards: La soledad del exilio
Nunca conocí a Enrique Kirberg, el ingeniero que, como rector de la Universidad Técnica del Estado (UTE), iba a ser el anfitrión del presidente Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973. En un acto con estudiantes Allende iba a anunciar el llamado a un plebiscito sobre el futuro político del país.
No conocí a Enrique Kirberg, pero me hubiera gustado conocerlo. Departir con él, hacerle preguntas, escuchar sus historias sobre la Escuela de Artes y Oficios, sobre Quilpué, sobre sus sueños y sus dolores, sobre la soledad de su destierro.
Enrique Kirberg era ingeniero, académico y empresario. Militaba, desde muy joven, en el Partido Comunista de Chile. Debido a su militancia fue relegado a Puerto Aysén en 1936 y a Empedrado (provincia de Talca) en 1949. Como contratista independiente, su mayor obra fue la iluminación, en 1963, del velódromo del Estadio Nacional, el que diez años más tarde sería un centro de detención y torturas.
El día del golpe fue detenido y enviado al Estadio Chile, donde vio desfilar a decenas de prisioneros de la UTE. Entre ellos, con las manos en la nuca y la mirada aun alerta, iba Víctor Jara. Desde el Estadio Chile, Enrique Kirberg fue trasladado al Regimiento Tacna y más tarde a la Escuela Militar. Estuvo recluido en el campo de concentración de la isla Dawson durante nueve meses. Ahí, junto a sus compañeros, sufrió la inclemencia del tiempo, el frío y la lluvia, los vendavales que congelaban los huesos; hizo trabajos forzados y fue sistemáticamente humillado. Luego fue prisionero en Quintero, en Puchuncaví, en la Cárcel Pública, en Capuchinos, en la penitenciaría, y en el campo de Ritoque. Fue liberado el 12 de septiembre de 1975. Diez días después viajó a Estados Unidos, donde se unió al claustro de la Universidad de Columbia. Antes de abordar el vuelo que lo llevaría, junto a su esposa Inés Erazo, a Nueva York, el cónsul de EE.UU. le dijo que Henry Kissinger, en persona, había autorizado el viaje, a pesar de que era comunista. Durante su cautiverio, personalidades del mundo académico, incluyendo el doble Premio Nobel Linus Pauling, hicieron una campaña internacional por su liberación.
El 11 de septiembre de 1973 Enrique Kirberg se despertó a las 5:30 de la mañana. Como todos los martes, ese día tenía cita en el gimnasio para sus ejercicios semanales. No alcanzó a tomar el primer café cuando lo llamaron de la UTE para informarle que habían dinamitado la antena de la radio de la universidad. De inmediato llamó al subdirector de investigaciones, su camarada Samuel Riquelme, quien le informó que el golpe de Estado ya estaba en movimiento. Se vistió y partió a su puesto de trabajo. Como siempre, Enrique Kirberg vestía camisa blanca y corbata.
A las 10 de la mañana ya se habían congregado más de mil estudiantes en el campus. Algunos esperaban instrucciones de sus dirigentes, mientras que otros esperaban que se les repartieran armas -las que nunca llegaron- para defender al gobierno. Desde los balcones de la rectoría, Enrique Kirberg vio el bombardeo de La Moneda. Media hora más tarde su esposa Inés se unió a él. Traía un pollo asado que había preparado esa mañana para agasajar, a la hora de almuerzo, a Tencha Bussi de Allende.
Las próximas horas en la UTE fueron de perplejidad y angustia, de miedo, impotencia y dolor. Anillos concéntricos de soldados y carabineros armados rodearon el campus y nadie podía salir o entrar. El oficial a cargo indicó que estudiantes, funcionarios y docentes debían pasar la noche en la universidad. En sus memorias Enrique Kirberg dice: “Reinaba una gran incertidumbre. Al anochecer comenzó el tiroteo. La noche fue un infierno. Balearon sin parar.” Un camarógrafo fue herido y se desangró hasta morir. En medio de la cruda balacera nadie lo pudo socorrer. Cuando amaneció, las cosas empeoraron. Una gran explosión remeció el edificio de rectoría y la balacera se reanudó con furia. Desde una ventana, Kirberg agitó una camisa blanca y limpia que le había traído Inés el día anterior. Una voz de mando gritó que salieran con las manos en alto.
“El oficial me puso contra la pared, amartilló la metralleta, y mirando el reloj me dijo ‘Te doy quince segundos para que me digas dónde están escondidas las armas’. Yo no sentí miedo. Le dije ‘Las armas de la universidad son el conocimiento, la ciencia y el arte’.”
Enrique Kirberg intenta volver a Chile en 1980 y 1987, pero sufre amenazas que lo obligan a permanecer en el exilio. Regresa definitivamente en 1989. Al volver fue homenajeado por personalidades de las artes, la cultura y las ciencias. En un acto en su honor, el arquitecto y exrector de la Universidad Católica, Fernando Castillo Velasco, dijo, “Enrique Kirberg era muy elegante por fuera y por dentro.”
Al reflexionar sobre el regreso, Enrique Kirberg dijo: “L reinserción es dura, salvo contadas excepciones. El comienzo es casi eufórico: recepciones, fiestas, reencuentros. Pero una vez pasado ese período, que abarca unos dos meses, el retornado comienza a enfrentar una realidad que se va endureciendo”.
Enrique Kirberg falleció en Santiago el 26 de abril de 1992. Tenía 76 años.